El mal de Corcira

El mal de Corcira
1
Esto no es una ciencia exacta
Suele suceder así: cuando menos te lo esperas, cuando mayor es tu confianza, mientras son otras las preocupaciones que te absorben. Es ahí donde nos aguarda, sin piedad, el heraldo oscuro que sabemos que anda siempre al acecho y del que preferimos no hacer mucha cuenta, dándole así el privilegio de sorprendernos y desarbolarnos. Sin previo aviso llega y dice nuestro nombre. Y sólo entonces recordamos que no somos más que hojas que el viento levanta, sostiene en el aire y al final del vuelo, largo o corto, alto o bajo, devuelve sin más a la tierra.
No era aquella, en principio, una operación de riesgo. Lo que iba a hacerse lo habíamos hecho muchas veces, incluso con menos margen para prepararlo, sin que nos supusiera contratiempo alguno. Para eso estaban los protocolos, la división del trabajo y los especialistas que nos cuidábamos de tener en el lugar para el que ellos estaban entrenados y nosotros no. Nada se planteó de manera diferente. Nadie se saltó el plan previsto ni se comportó con negligencia o con temeridad. Simplemente existía el resquicio, y por ahí se coló la catástrofe.
Era, además, una vivienda aislada, o lo que es lo mismo, un teatro de operaciones especialmente propicio, por la facilidad para rodearla y tener cubiertos todos los flancos. Así lo hicieron los compañeros de la Unidad de Seguridad Ciudadana, con los que creímos que, a la vista de la naturaleza del objetivo, bastaba y sobraba para resolver la papeleta. Luego alguien diría que por qué no habíamos contado con la Unidad Especial de Intervención, la más avezada en asaltos de riesgo. Después del percance siempre proliferan los peritos en prevenirlo. Y rebatirlos no iba a serme fácil: por más que tratara de exculparme, por más que contara con argumentos, entre ellos que la unidad de intervención era un recurso excepcional cuya necesidad había que justificar caso por caso, alguna responsabilidad tenía sobre el operativo como proveedor de la información que había servido para su diseño. Aquel patinazo, en fin, iba a llevar mi nombre a ojos de los demás, pero también, y sobre todo, a la porción más indeleble de mi propia memoria.
El despliegue se hizo en absoluto silencio y completa oscuridad. Ni un ruido turbó la noche de noviembre en aquel paraje a los pies de la sierra madrileña, ni una luz delató nuestras posiciones. Los agentes de seguridad ciudadana controlaron el perímetro y avanzaron en sendos pelotones hacia las dos puertas de la vivienda, en la parte delantera y en la posterior. Habían decidido que entrarían primero por la trasera, que era la que mejor permitía explotar el factor sorpresa y acceder más rápidamente al dormitorio donde era probable que se encontrara nuestro objetivo. El portador del ariete echó la puerta abajo de una sola embestida, tras lo que se apartó y dejó pasar a sus compañeros, que, abriendo la marcha con sus armas provistas de focos, entraron en tromba en busca de su presa, mientras el pelotón que atacaba la otra puerta la tiraba a su vez y se aplicaba a taponar esa vía de escape.
—¡Guardia Civil! —se oía ya gritar en el interior.
Fue entonces, y no antes, cuando di orden a los míos de acercarse a la casa. A continuación del grupo, encogida y parapetada tras nuestros cuerpos, iba la letrada de la Administración de Justicia, la funcionaria judicial que debía dar fe de la entrada y registro. En teoría, cualquier respuesta violenta desde el interior se toparía con alguno de los dos grupos ya desplegados, que la neutralizarían sin dificultad. A pesar de todo, no llegamos hasta la fachada de la vivienda. Preferí esperar a que nos dieran la señal de todo despejado tras una especie de cobertizo que había en la parcela, a unos veinte metros del edificio principal, y a cuya pared se pegó la funcionaria del juzgado, abrazada a su carpeta, mientras los demás vigilábamos la casa. Llevábamos todos la pistola en la mano, por si acaso, pero ninguno creía que llegara a ser necesario servirse de ella. Dentro seguía oyéndose el grito, una y otra vez:
—¡Guardia Civil! ¡Guardia Civil!
—¿Estamos seguros de que está en la casa? —dudó entonces el cabo Arnau, sembrando a su vez la duda y la pregunta en mi mente.
—Tiene el coche aparcado en la puerta y el teléfono encendido en esta posición —recordó la brigada Chamorro con tono inapelable.
—Puede haber salido a algo.
—No sin que lo detecten los del grupo de seguimientos.
—Infalibles no son —porfió Arnau.
Chamorro sacudió la cabeza con desaprobación y se adelantó un par de metros para ver mejor lo que ocurría. En ese momento, no era una imprudencia. No teníamos ningún indicio de que nuestro hombre se hallara en posesión de un arma, tampoco de que pudiera reaccionar de manera abrupta o agresiva. No era un demente ni un psicópata: sólo era un pobre tipo que no había soportado que lo echaran del trabajo y había pagado a un sicario demasiado barato y un poco torpe para que le metiera cinco tiros a su antiguo jefe. Por eso, era al sicario a quien en ese mismo momento estaban reduciendo sin dificultad, a trescientos kilómetros de allí, efectivos de la unidad de intervención. Lo nuestro era la parte más sencilla, el elemento en teoría inofensivo.
Vi el fogonazo en aquel ventanuco de la buhardilla una milésima de segundo antes de oír el estruendo y advertir, simultáneamente, cómo un puño invisible derribaba a mi compañera tras descomponerle la figura a la altura del hombro. Oí su grito de dolor mientras me exponía y disparaba de forma instintiva, sin pensarlo ni calcular el daño que podía hacer o sufrir, las quince balas que contenía el cargador de mi Walther contra aquel rectángulo otra vez oscuro. Buscaba impedir que de él saliera más fuego en tanto el cabo Arnau, con la ayuda de la guardia Lucía, se las arreglaba para recoger del suelo a Chamorro y ponerla a salvo tras el cobertizo. Sólo cuando la pistola enmudeció y se quedó abierta, pidiendo más munición, pensé en ponerme yo mismo a resguardo y fui junto a los míos, que se afanaban con la herida.
—Está sangrando mucho —gritó Arnau—. Que alguien llame ahora mismo a una puta ambulancia. Mi subteniente, ¿me está oyendo?
Le oía, y no podía dejar de mirar el rictus entre dolorido y ausente de mi compañera, que parecía completamente aturdida por el impacto que acababa de recibir. También yo tenía que volver en mí, ordenar la secuencia de las acciones que me incumbían, ejecutarlas con la mayor sangre fría posible, acertar a ser de alguna utilidad para los míos.
—Llama a la ambulancia, Lucía —conseguí pedirle a la guardia.
A continuación, hablé por transmisiones con el jefe del operativo.
—Nos han hecho fuego desde la buhardilla. Avisa a los tuyos de que anda ahí, quizá esté en un habitáculo oculto. Tomad de referencia el ventanuco pequeño que hay junto al vierteaguas de este lado.
Miré a la letrada de la Administración de Justicia. A aquellas alturas su espalda se había adherido a la pared del cobertizo hasta formar una sola materia con él. Probaba ser una persona provista de juicio.
—No se mueva de ahí —le dije—. Tranquila, vamos a controlar esto.
Sólo entonces, cuando me aseguré de que me había ocupado de todo lo que me correspondía para impedir que ocurriera otra desgracia, me incliné junto a Arnau y le tomé el pulso a Chamorro, que seguía con la mirada ida. La debilidad y la irregularidad del latido me alarmaron.
—Apriétale más fuerte la herida, Juan —conminé a Arnau—. Con toda tu alma, como si quisieras hacerle daño. Y no me aflojes.
Noté cómo se me desbocaba el corazón. Temí que la situación se me escapara de las manos, no estar a la altura del desafío. Me concentré en bajar pulsaciones: si continuaba así me iba a dar un infarto.
—La ambulancia está de camino. Cinco minutos —anunció Lucía.
—Tiene que ser una UVI móvil, ¿has pedido una UVI? —le grité.
La guardia no se alteró.
—Es una UVI, mi subteniente. Estaba activada y alerta, conforme al protocolo de intervención. Y hay un hospital a seis minutos de aquí.
Bendije a los redactores de los protocolos, esos hombres y mujeres grises que disponen medidas rutinarias e inexorables para paliar los destrozos que podemos causar quienes vivimos de la imaginación y, a veces, demasiadas, no sabemos tener toda la que el caso requiere. En ese momento me di cuenta de que en la casa habían dejado de oírse los gritos de «¡Guardia Civil!», reemplazados por un silencio tan espeso como inquietante. Mientras le tomaba la mano a Chamorro y apretaba sus dedos, a falta de otra cosa que hacer, una ráfaga taladró de pronto la noche. Siguieron dos más, y después otra vez el silencio.
—Lo han encontrado —dedujo Lucía—. Y después de eso, no tengo muy claro que vayamos a poder interrogarlo, mi subteniente.
—En este momento, no puede importarme menos —reconocí.
—Ni a mí —dijo Arnau—. Ojalá lo hayan dejado seco, al cabrón.
No parecía que fuera el caso: por las transmisiones oí cómo pedían una segunda ambulancia, y me imaginé una escena semejante a la que estábamos viviendo nosotros, en la que era otro el que se desangraba y nuestros compañeros quienes, después de coserlo a balazos, tenían que tratar de impedir que se fuera antes de que llegara el socorro.
—Todo despejado, objetivo identificado y herido de bala —llegaron las novedades del jefe del operativo—. Lo estamos manteniendo en espera de recibir atención médica. Vía libre para entrar en la casa.
—Me dicen que podemos pasar ya —informé a la funcionaria del juzgado—. Pero yo no me muevo de aquí hasta que llegue ayuda para mi compañera. Si quiere adelantarse, la guardia va con usted.
—No, no —murmuró—. No se preocupe. Espero.
La ambulancia llegó en el tiempo prometido. Nos apartamos para dejar trabajar a los profesionales. Al frente venía una médico bregada y resuelta, que sin decir palabra se aplicó a estabilizar a Chamorro. Al cabo de unos minutos les dio a los dos sanitarios que la acompañaban la instrucción de moverla a la camilla y meterla en la UVI móvil.
—¿Quién es el jefe de ustedes? —preguntó entonces.
—Yo —dije.
—Puede venir una persona en la ambulancia, no más.
—Lucía, ve tú —resolví sobre la marcha.
—A la orden —dijo la aludida, poniéndose en pie.
—Y no te muevas del hospital hasta que yo te diga.
—No pensaba moverme.
—Yo me ocupo de avisar a sus padres. Les doy tu número y te paso ahora el suyo por WhatsApp para que los tengas identificados.
Fui con los sanitarios, Lucía y la médico hasta la ambulancia, sin poder apartar la mirada del rostro de Chamorro. Seguía medio ida, pero antes de que la subieran se volvió hacia mí y logró decirme:
—Ve a por él. No te preocupes por mí.
Sentí un nudo en la garganta.
—Cómo no me voy a preocupar.
Forzó una sonrisa.
—Tú sabrás.
—Aguanta, Virgi, prométemelo.
—Aguanto. Anda, vete.
No pude irme hasta que no vi desaparecer las luces de la UVI móvil al otro lado de un repecho. Fue entonces, con el sonido de la sirena ya alejándose, cuando regresé junto a la letrada, que seguía con la carpeta abrazada contra sí y sin despegarse de la pared del cobertizo.
—Vamos allá, si le parece bien.
—¿Se salvará? —preguntó con expresión de angustia.
—Es fuerte. Seguro que sí —dije, más para mí que para ella.
La precedí hasta el interior de la casa y luego, entre los nuestros que estaban apostados en pasillos y descansillos, hasta la buhardilla. Tenía no menos de cuarenta metros. Allí otro médico, recién llegado, ponía todas sus energías en practicarle al tirador maniobras de reanimación. El paciente estaba en el suelo, bocarriba, sobre una mancha de sangre y totalmente inmóvil. Al verme llegar, el sargento que mandaba a los de seguridad ciudadana me saludó y me dio las novedades:
—Me temo que se nos va. No nos dejó opción: estaba apuntando a la puerta cuando la tiramos, y después de dispararle la primera ráfaga todavía trató de levantar otra vez el fusil para hacernos fuego.
—Mala suerte, que se lo hubiera pensado —observé, olvidándome de la presencia a mi lado de la funcionaria judicial—. Lo importante es que no le haya pasado nada a tu gente. ¿Dónde se había metido?
Me señaló una pared revestida de madera como el resto de la buhardilla, en la que estaba disimulada una puerta entreabierta.
—Ahí. Tiene un zulo lleno de cachivaches.
Me asomé e invité a la letrada a que lo hiciera también. El ventanuco desde el que nos había disparado continuaba abierto. En las paredes del diminuto cuarto había estanterías repletas de trastos y cajas. Vi que alguna de ellas estaba reventada a balazos. Deduje que provenían de las armas de mis compañeros, aunque alguno, suponiendo que a esa distancia hubiera sido capaz de acertarle, hasta podía ser mío.
—¿Cómo supo que veníamos a por él con la antelación suficiente para subir, esconderse ahí y estar preparado para dispararnos?
—¿No lo ha visto abajo? —me preguntó el sargento.
—¿El qué?
—Tiene un gato. Por poco nos lo cargamos. El puñetero bicho debió de oírnos, y el tío ya estaba mosqueado y no se lo pensó.
—¿Y el arma?
El sargento nos llevó entonces al otro lado de la buhardilla. Sobre un tresillo reposaba un rifle de caza con visor y una caja de munición.
—Calibre 300, para caza mayor. Y visor nocturno.
—Pero si no tiene licencia de armas. Lo comprobamos.
—Licencia no tendrá, pero arma sí. Y puntería.
—¿Cómo puede ser? Si no es más que un pardillo, un pobre diablo que buscó a otro para que le ajustara las cuentas a su exjefe.
El sargento se encogió de hombros.
—A mí no me pregunte, mi subteniente. Yo sólo tiro puertas.
En ese momento, el médico interrumpió las maniobras y respiró hondo. Meneó la cabeza en silencio y se volvió hacia nosotros.
—¿Quién es el responsable aquí?
Crucé una mirada con la letrada. En cierto sentido era ella, pero en lo referente a los destrozos juzgué que me correspondía asumirlos.
—De la entrada, yo. La letrada viene a dar fe.
—Pues ya puede dar fe de que este hombre está muerto.
—Cojonudo —no pude privarme de soltar.
La letrada me dirigió una mirada circunspecta.
—El papeleo nos va a llevar un poco más de lo habitual —advirtió.
—Soy consciente.
—Habrá que llamar al juez y al forense de guardia.
—Arnau —grité, antes de advertir que lo tenía justo detrás—. Hazte cargo tú, por favor. Y llama a Salgado, dile que nos hace falta aquí.
—¿Y quién va a coordinar desde la unidad? —preguntó.
—No lo sé, que líe a alguien. Yo tengo que hacer una llamada.
Llevaba todo el rato pensando si hacerla o si esperar a llamar por la mañana, a una hora en la que causara menos sobresalto. Sin embargo, me puse en el lugar del padre de Chamorro y me dije que a mí no me gustaría nada que en una situación así dejaran de avisarme tan pronto como pudieran. Era un tipo curtido, coronel de Infantería de Marina en la reserva, y la madre era todavía más recia que él. Así que marqué su número, que no tenía por casualidad. A ambos los había visitado alguna vez en la casita donde vivían en San Fernando, en Cádiz, y en la que no pude dejar de imaginar el teléfono rompiendo el silencio. Me lo cogió la madre, con voz preocupada y soñolienta. Habría preferido que lo atendiera su marido, pero aquella no era mi noche de suerte.
—Disculpe la hora, soy Rubén, el compañero de Virginia.
—¿Rubén? ¿Qué ha pasado?
—No se asusten. Hemos tenido un problema.
—¿Un problema?
—Virginia está bien, y en buenas manos, pero pensé que tenían que saberlo. Va a necesitar a alguien que la acompañe durante unos días.
—¿Qué le pasa? ¿Dónde está?
—En el hospital, en Madrid, cerca de Madrid, quiero decir. No se preocupe, está perfectamente atendida y se va a poner bien.
—¿De qué se va a poner bien?
—Mire, la va a llamar una compañera. Está ahora mismo con ella en el hospital. Ella le dará todos los detalles, también la dirección. Dígale cómo van a venir y, si hace falta, a dónde vamos a recogerlos.
—¿Qué le ha pasado? Dímelo.
Recordaba bien su carácter, no tenía sentido ocultárselo.
—Le han disparado. En el hombro, saldrá adelante.
—Está bien —su voz sonó firme, serena—. Vamos para allá. Dale mi móvil a esa compañera. Te lo paso ahora mismo por SMS.
Y colgó, lo que en cierto modo me supuso un alivio. Se supone que por mi oficio debería haber adquirido alguna competencia en aquella clase de conversaciones, pero siempre que me veía obligado a tenerlas me sentía como el más torpe y desafortunado de los hombres. Más que nunca en aquella coyuntura en la que el desastre llevaba mi firma.
Esperé su SMS y le mandé las instrucciones pertinentes a Lucía por medio de un wasap, en el que también le pregunté cómo iba todo. Su respuesta me entró al cabo de unos segundos: «Ha llegado bien. En el quirófano aún. Sin más noticias por el momento». Le di las gracias, le pedí que me avisara cuando saliera de la operación y me preparé para una noche larga e ingrata, como en efecto fue. Mientras yo atendía a la letrada que nos acompañaba en la intervención, y después al forense y al juez de guardia que vinieron para hacerse cargo del levantamiento del cadáver, Arnau en un primer momento y luego la cabo primero Salgado se encargaron de organizar el registro de la vivienda con los otros dos guardias, Revuelta y Cerdán, que nos acompañaban aquella noche. Eran dos chavales tan diligentes como despejados, pero aún les faltaba experiencia para trabajar sin supervisión. Uno de ellos era graduado y máster en ADE y el otro graduado en Biología, lo que no estaba claro que los hiciera mejores como investigadores criminales, según solía advertir nuestro coronel siempre que nos enviaban a un universitario. Una reticencia con la que, a pesar de todos mis trienios, mi licenciatura en Psicología me inclinaba a darme por aludido.
No había más que comparar con la desenvoltura con que la cabo primero Salgado, que no había pasado del bachiller, se hizo cargo de las diligencias. Apenas se presentó, echó una ojeada rápida a la casa, otra a la buhardilla y levantó sin preguntar ni encomendarse a nadie la manta térmica puesta sobre el cuerpo que yacía inerte en el suelo.
—A este debía de darle pereza tragarse el juicio.
—Salgado —la reprendí.
—Era sólo una observación.
—Ve barriendo todas las habitaciones. Y no os dejéis nada.
—Claro, jefe, ¿cuándo me he dejado yo algo?
—Y si te sobra tiempo y has traído el portátil…
Salgado se señaló la mochila que colgaba al hombro.
—No salgo sin él.
—Compruébame en el registro de armas de quién es ese rifle.
—Eso está hecho.
En las horas siguientes se nos acumularon los acontecimientos. El forense y el juez, como era de rigor, hicieron algunas preguntas para las que nos alegramos de poder contar con el testimonio de la letrada que nos acompañaba en la entrada, y que les dejó bien claro que había sido el difunto el que nos había recibido a tiros. Después se levantó el cadáver y el equipo de criminalística de la comandancia recogió todas las pruebas que necesitaba para acreditar las circunstancias del tiroteo. Entre tanto, Salgado, Arnau y el resto de mi equipo hicieron el trabajo que les había encomendado. La cabo primero se me acercó al filo del amanecer, poco después de que yo despidiera a su señoría.
—¿Se sabe algo de Virgi? —se interesó.
Comprobé el teléfono. La última noticia seguía siendo el wasap que Lucía me había mandado un par de horas antes, una vez acabada la intervención a la que habían sometido a nuestra compañera.
—La operación ha ido bien. Está en planta, descansando.
—Menos mal. Oye, he averiguado un par de cosillas.
—¿Y a qué esperas?
—El rifle es de su padre, cazador con licencia en regla. También es el dueño del chalet, supongo que por eso lo guardaba aquí. El chiquillo lo sabía y, aunque él no fuera cazador, ponle que un día su papi, con la imprudencia que a veces tienen los papis, le enseñó a usarlo…
—Maldita sea —bramé—, quién iba a pensar que…
—No te tortures, mi subteniente —dijo—. No lo podíamos saber. O sí, si tuviéramos tiempo infinito para mirarlo todo. Aunque hay otro detalle que se nos escapó y que resulta un poco más peliagudo.
—Qué detalle.
—Hemos encontrado una caja de antidepresivos. Y el informe que le hicieron cuando se los recetaron. A juzgar por lo que he entendido de lo que escribió el psiquiatra en ese papelito, nuestro hombre estaba bastante perjudicado. Por eso reaccionó con esa desesperación.
—Recógelo todo en el acta.
—Alguien puede enredar con el asunto, ya sabes.
—Es lo que hay, no vamos a ocultarlo. ¿Algo más?
—Nada que importe ahora mismo. Tenemos su teléfono móvil y su portátil, uno bloqueado con contraseña y el otro no, pero espero que los técnicos se las arreglen para destriparlos los dos. No lo digo por tu francotirador, al que ya le ha caído encima la justicia divina, sino a efectos de poder empapelar debidamente al autor material. Con lo poco cuidadoso que era, seguro que algo encontramos ahí.
—Muy bien, pues documéntalo todo, consigue la firma de la señora letrada de la Administración de Justicia y, ya que estamos, encárgate de su bienestar y de que la devuelvan a su casa sana y salva.
—¿Te vas?
—Al hospital. Para lo que queda, me fío de ti.
—Luego no te quejes. Y dale un abrazo a Virgi de mi parte.
—No sé si estará para muchos abrazos.
—Un beso en la frente, entonces.
—Inés…
—A tus órdenes, me callo y me vuelvo a lo mío.
Al sentarme al volante no pude evitar acordarme de que había sido Chamorro quien había conducido el coche hasta allí. Entre otras cosas, el asiento y los espejos estaban regulados para sus medidas y tuve que reajustarlos para las mías. Durante el breve trayecto por la carretera en la que empezaba a haber ya tráfico, los madrugadores que trataban de llegar a tiempo a sus trabajos en Madrid, pasé junto a un tanatorio. No dejé de reconocer que era práctico que no estuviera lejos del hospital, para reducir los traslados y las penalidades a quienes tenían la mala suerte de sacar de él a sus familiares en un ataúd; pero no me terminó de parecer de buen gusto que se alzara al lado de la rotonda desde la que se tomaba el desvío para el centro sanitario, como una señal de mal agüero que los más sensibles o pesimistas no dejarían de anotar con un desasosiego como el que a mí mismo me entró al verlo.
Gracias a las indicaciones de Lucía fui directamente a la habitación, donde me aguardaba una sorpresa. La guardia no estaba sola: junto a ella, en el pasillo, me encontré con el coronel
jefe de la unidad y con el comandante de nuestro grupo, a quienes daba novedades. Del gesto de Lucía deduje que los dos acababan de llegar, por lo que no le había dado tiempo a advertirme de su presencia. Por la manera en que me miraron los dos, interpreté que la visita había sido una iniciativa del coronel, secundada forzosamente por el comandante. Cuando a este le había informado vía wasap, se había limitado a pedirme el número de Lucía para interesarse a través de ella por el estado de Chamorro.
—A la orden de usía, mi coronel —saludé—. Mi comandante…
El coronel Hermoso se distinguía, entre otros muchos rasgos que acreditaban su carácter, por su tendencia a mirar fijamente a los ojos a quien trataba con él, y ser capaz de hacerlo durante un buen rato antes de pronunciar palabra. En ese lapso, no sólo calibraba las fuerzas y el temple del interlocutor, sino que le daba ocasión para aturullarse y perder pie. No era la primera vez que me lo hacía, así que no me vine abajo ni dejé traslucir mi zozobra. Al fin, me devolvió el saludo:
—Hombre, Bevilacqua. Dime, ¿qué se nos ha pasado aquí?
Era, de todos los jefes que había tenido, el único que se recreaba en decir completo, una y otra vez, mi endemoniado apellido, en lugar de reemplazarlo por la abreviatura más cómoda, Vila, que les ofrecía tan pronto como nos presentaban. No era por poner distancia, según acabé comprendiendo, sino por demostrar que a él no le costaba decirlo. Y tampoco lo que acababa de soltarme era una recriminación, como se temía, a juzgar por su expresión de pánico, el comandante Ferrer, mi jefe directo. De todos los que había tenido, era acaso con el que al cabo del tiempo había logrado desarrollar menos química. Se agobiaba con facilidad y tenía más propensión al miedo, ante los superiores y ante las adversidades, de la que para mi gusto convenía a un oficial.
—En corto y por derecho, mi coronel —dije, sin arredrarme—. En la casa había un arma, propiedad del padre del sospechoso, al que no habíamos investigado y por eso no estábamos al tanto de su licencia para tenerla. Y el sujeto en cuestión estaba en tratamiento psiquiátrico, algo de lo que tampoco teníamos constancia por las diligencias. A los de seguridad ciudadana no les dejó más elección que disparar.
Hermoso asintió mientras procesaba aquella información. Vi cómo se formaba rápidamente su juicio: era la costumbre adquirida en los muchos años que había pasado en la lucha antiterrorista, a los que también se debía aquel gesto de acudir, sin pensarlo ni esperar a una hora más cómoda, junto a la cama de uno de los suyos malparado en acto de servicio bajo sus órdenes. Volviéndose a Ferrer, ordenó:
—Pues, comandante, lo dejamos bien claro en el informe. Esto no es una ciencia exacta: tratamos con gente y la gente es impredecible y nunca se la termina de conocer del todo, y el que crea otra cosa que venga a hacer lo que hacemos y a ver si le sale mejor. Lo principal es que la brigada está bien y se va a recuperar. A quien levanta un rifle contra un agente de la ley, lo entregamos respetuosamente a su familia para que lo puedan enterrar con dignidad y fin de la película.
—Como usted ordene, mi coronel —balbuceó Ferrer.
—Y a ti no te felicito, Bevilacqua, porque esto no ha salido lo que se dice a pedir de boca, pero que conste que tu coronel te respalda. A ti y a tu gente. Vayan, por esta vez que no, todas las veces que acertasteis.
Cuando se marcharon nuestros jefes, di permiso a Lucía para que se fuera también y entré en la habitación. Chamorro descansaba, tendida boca arriba. Me fijé en la vía pinchada en el antebrazo izquierdo y en su respiración acompasada y regular. Por el filo inferior de la ventana, lo único que la persiana no cubría, entraba algo del resplandor rojizo del amanecer. Me quedé contemplando su rostro tranquilo, sus brazos delgados y fuertes. Incluso me permití acariciarle el derecho, aunque lo hice de una manera tan leve que apenas sentí su piel. Me dije que nunca me lo habría perdonado si aquel desgraciado hubiera centrado mejor el tiro y se la hubiera llevado por delante, pese a la justificación que acababa de suministrarle a mi jefe y que este reproduciría ante los suyos en mi descargo y en el de mis compañeros. Pensé en lo solo que me habría quedado si la bala le hubiera robado el pulso, ese pulso que ahora la máquina reproducía con una cadencia apaciguadora.
En ese momento vibró mi teléfono móvil, que tenía silenciado. La agenda del aparato me chivó a quién pertenecía el número desde el que me llamaban. Al final, cansado de ir cambiándole la graduación con cada ascenso, había optado por poner simplemente Pereira. Mi jefe de siempre, quien, después de recorrer toda la escala jerárquica, era ahora, como teniente general del mando de operaciones, el gran jefe de todos; también de Hermoso y de Ferrer. Pensé que le habían dado la noticia y que era todo un detalle que llamara para interesarse. Y no andaba del todo descaminado, pero tampoco fue, en aquella jornada cargada de sobresaltos, completa mi intuición. Salí al pasillo deprisa para no despertar a Chamorro, y conseguí atenderlo a tiempo.
—Mi teniente general.
—¿Cómo está Virginia? —preguntó sin preámbulos.
—Bien, se nos va a salvar. Estoy con ella. Duerme ahora.
—Menos mal. Cuando despierte, dale un abrazo de mi parte.
—Claro.
—Tengo otra cosa que decirte. Me perdonarás, espero.
—¿Por qué?
—Tenemos un muerto. En Formentera.
—Mi teniente general, con todo el respeto…
—Lo sé, Vila, lo sé. Tómate el día de hoy, hasta que venga la familia a estar con ella. Pero necesito que vayas tú y se lo voy a pedir a tu jefe. Cuando te cuente quién es el muerto, creo que lo vas a entender.
2
Patria o muerte
No diré que cuando Pereira me reveló la condición de aquel difunto entendí, como él esperaba, que me enviara a Formentera y me obligara a abandonar así a mi compañera malherida. A lo que su revelación me empujó, por encima de todo, fue al recuerdo imborrable de otra noche, de casi treinta años atrás, que ya me rondaba a raíz de lo que acababa de vivir. También entonces había pasado el mal trago de recoger a un compañero herido y a un adversario muerto. O, para ser más exactos, a dos. Fue aquel, además, mi bautismo de fuego: la primera vez que sentí las balas pasándome cerca y miré a la muerte cara a cara.
Volví a verme allí, en Guipúzcoa, con la inconsciencia y la tensión de mis veintiséis años: por culpa de la primera me había presentado voluntario para ir al País Vasco, después de vegetar durante mi año de guardia en prácticas en un plácido destino rural en Lérida; la tensión era la consecuencia natural de la sensación de peligro y hostilidad que se imponía al cabo de tres meses en aquella tierra y en la labor que allí tenía que desempeñar. Aquella tarde de sábado de septiembre de 1989 nos habían movilizado de improviso, con el encargo de controlar de forma discreta todos los cruces de carreteras. A mí me tocó vigilar el peaje de la autopista en Irún, un punto estratégico desde el que podían tomarse por vías secundarias varias rutas hacia la frontera con Francia, tanto a través de Navarra como de Guipúzcoa. Aunque era joven e inexperto y no estaba al tanto de todos los detalles, no se me escapaba la más que probable naturaleza de la operación que estaba en marcha. Según los indicios fundados que debían de tener nuestros compañeros del servicio de Información, alguien a quien no interesaba dejar pasar se disponía a cruzar la frontera. Y por el mensaje nada críptico que nos transmitieron nuestros jefes, que estuviéramos bien atentos y con el arma prevenida en todo instante, era muy posible que se tratara de un grupo de etarras liberados. Gente que no se movía nunca sin un hierro a mano y que estaba dispuesta a hacer uso de él. Apostado cerca del peaje, con el cetme en las manos, me preguntaba una vez más por qué me había ofrecido para vivir en primera fila una guerra, como aquel fusil de asalto atestiguaba de manera inequívoca, cuando la mayor parte de mis compatriotas permanecía felizmente al margen. De vez en cuando les salía al paso en los telediarios, o cabía la lejana posibilidad de que les salpicara si vivían en el País Vasco, Madrid o algún otro de los lugares que los terroristas convertían en objetivo de sus campañas. Nada muy distinto de los accidentes de tráfico, que por aquel entonces se llevaban a seis mil personas al año y que casi todo el mundo, salvo que le tocara, contemplaba como un peligro abstracto y remoto.
Mi decisión, en cambio, me llevaba a estar allí donde el peligro se concretaba y mordía una y otra vez, vestido con un uniforme que casi suponía sufrir un ataque con toda seguridad. A aquellas alturas de la guerra, y todavía faltaba la mitad, sumaban ya algunas decenas los guardias civiles de la comandancia de Guipúzcoa abatidos por ETA. Yo no tenía como otros la excusa moral de ser hijo del cuerpo, y por tanto alguien abocado casi desde la cuna a dar el paso al frente. Tampoco tenía la de haber sido destinado forzoso allí, perfil al que se ajustaba el resto de los que me acompañaban. Como tantas otras veces en mi vida, antes y después, tenía la sensación de ser un verso suelto, un tipo más bien incoherente que acababa estando donde no pintaba demasiado, por razones que nunca era capaz de explicarse suficientemente. Allí me habían llamado la curiosidad y una vaga necesidad de aventura, pero cada noche, cuando hablaba por teléfono con mi aterrorizada madre, me asaltaban serias dudas acerca de mi cordura al ceder a ellas.
Mucho más fácil lo tenía mi compañero de aquella tarde y de tantas otras, el guardia Álamo; un gaditano astuto y socarrón que era más o menos de mi edad pero que por no haber perdido el tiempo sacándose una carrera había entrado en la empresa años antes y me aventajaba en experiencia, cuajo, picardía y demás cualidades útiles para quien vive en la raya, en más de un sentido. Y es que allí no sólo estábamos junto a una frontera y en contacto directo con el crimen más feroz, sino en el borde mismo de una fractura mucho más espinosa y profunda: la que llevaba a alguien a apoyar un cañón en la nuca de su vecino y apretar el gatillo creyéndose que semejante acto era justo y necesario.
—No me digas que tienes frío, Gardelito —me sacó Álamo de mis pensamientos—. Si todavía estamos en verano, como quien dice.
Me quedé mirándole, como solía hacer cuando le daba por matar el aburrimiento buscándome las vueltas. El apodo me lo había plantado tan pronto como se había enterado de mi nacimiento en Montevideo y del origen uruguayo de mi padre y, merced a un gracejo y un desparpajo que nadie le podía discutir, había logrado en poco tiempo que desplazara a mi apellido, nada confortable para el hablante español medio. Todavía no tenía claro si era cariñoso o iba con mala idea; la sonrisa con la que siempre lo pronunciaba me impedía, en todo caso, enfadarme.
—Frío no tengo, Álamo —le dije—, pero esto verano no es.
—No me digas que no te gusta la panza de burro. Y yo que creía que para poder disfrutar de ella a diario te viniste voluntario aquí.
—No aspiro a que lo entiendas. Ni siquiera a entenderlo yo.
—Mira que eres raro, tío. Como dice mi santa madre: hay que estar todavía más loco que los locos para meterse a loquero.
—No soy un loquero. Aprobé todas las asignaturas de Psicología, que no es lo mismo que ser psicólogo. Lo que soy a la vista está.
—No veo muy bien qué eres —me picó.
—No me mires a mí. Mira a los ojos de la gente.
—¿Ah, sí? Y qué voy a ver ahí.
—Lo que soy. Lo que eres también tú. Un perro —bromeé.
—Yo es que del criterio de estos no me fío. Ven poco el sol, les llueve demasiado encima y los montes no dejan correr el aire.
—Me da que te lo huelen.
—El qué.
—El cariño que les tienes.
—Cada día menos. Y porque no me dejan dispararles a discreción.
—Mira que eres animal.
—Sólo ahora que no nos oye nadie.
—Tengo mis dudas.
—Confía en mí, Gardelito. Soy tu binomio. Tu seguro de vida.
—No sé si eso me tranquiliza mucho, francamente. ¿Tú te acuerdas alguna vez de para qué se supone que estamos aquí?
—Ahora no caigo.
—Lo dice la cartilla del guardia civil, no se te habrá olvidado.
Álamo arrugó la frente, como si hiciera memoria.
—Recuerdo aquello del «pronóstico feliz para el afligido», pero no sé si viene mucho al caso. Estos lo que están es siempre de mala leche.
—Lo dice en otro artículo: «Velar por la seguridad de todos».
Meneó la cabeza, con aire condescendiente.
—Chaval, eso está muy bien para aplicarlo donde se pueda. Aquí bastante tenemos con velar por nuestra propia seguridad.
La llegada de nuestro sargento nos sacó de aquel toma y daca, que reproducía con variaciones mínimas tantos otros anteriores. Los dos nos cuadramos como correspondía, a la espera de órdenes.
—A los vehículos —dijo el sargento—. Desplegamos.
—Eso quiere decir… —aventuró Álamo.
—Que desplegamos —lo cortó el suboficial. Era un hombre de algo más de cuarenta años, más de veinte de servicio, alrededor de diez destinado en el Norte y poco proclive al comentario de textos.
Desplegar suponía en aquel caso tomar posiciones, dejándonos ver lo menos posible, pero más cerca, para tener bien cubierto el peaje. Lo que significaba, en fin, que las incertidumbres acerca de la ruta que iba a seguir el objetivo se estaban reduciendo y apuntaban precisamente hacia nosotros. Nuestras suposiciones se confirmaron cuando vimos llegar un par de furgonetas blancas y de ellas se bajaron dos pelotones de agentes con chaleco y pasamontañas negros y armados hasta los dientes: el atuendo característico de los integrantes de la Unidad Especial de Intervención. Si los jefes habían tomado la decisión de enviarlos a aquel peaje era que todas las incógnitas estaban despejadas. Entre tanto, había oscurecido del todo. Era ya noche cerrada cuando varios miembros de la unidad de intervención se acercaron a las cabinas del peaje, sacaron a los empleados y los sustituyeron en el interior.
—Todos listos —avisó el sargento.
Los caras negras, como los llamábamos por el pasamontañas, eran los encargados de bloquear la zona del peaje en sí. Nuestra función se reducía a tener cubiertos los flancos, lo que quería decir, en principio, que sólo estaríamos obligados a intervenir en el improbable caso de que se vieran desbordados los especialistas. Me obligaba a pensarlo para hacer bajar el ritmo frenético de mis latidos, mientras clavaba los ojos en la noche por la que debía venir aquello que esperábamos.
Lo intuimos todos en cuanto lo vimos aparecer. Era un camión de gran tamaño que avanzaba lentamente hacia el peaje, reduciendo la marcha entre resoplidos hasta detenerse del todo al llegar a la cabina. Luego supimos que llevaba cuarenta toneladas de madera y que había hecho un largo periplo desde Pasajes hasta Vitoria, para desviarse a continuación hacia Durango; una ruta errática que, junto al detalle desacostumbrado de hacer el transporte en sábado, había terminado de disparar las sospechas de quienes lo seguían. Y más aún cuando había enfilado hacia la frontera por la autopista, tras parar durante media hora en una gasolinera. Al llegar a la cabina, el conductor se dio de bruces con la sorpresa que le aguardaba. En lugar del empleado del peaje, le recibió un guardia civil cubierto con un pasamontañas que, subfusil en mano, le invitó a bajar del vehículo. El conductor obedeció y asistimos a un breve coloquio entre los dos. Por la manera en que el camionero gesticulaba al hablar, le estaba explicando lo que llevaba, con la esperanza de que un cargamento de madera resultara lo bastante inocuo para quienes lo habían parado. Sin dejarse convencer, uno de los agentes de la unidad de intervención se encaramó al remolque y empezó a desatar la ceñida lona azul que cubría el cargamento.
La reacción no se hizo esperar: al apartar la lona, entre los tablones asomó el cañón de un arma que empezó a vomitar fuego, mientras el tableteo de los disparos, los que hacían quienes iban dentro y los que les devolvieron los caras negras que rodeaban el camión, se adueñaba de la noche. El que había hecho bajar al camionero le gritó entonces:
—¡Al suelo, tírate al suelo y no te muevas!
Lo que vino a continuación fue una ensalada de tiros como nunca había visto y nunca había de volver a ver. Dentro del camión viajaban escondidos cuatro etarras, tres liberados y un legal, y al menos tres de ellos disparaban con todo lo que tenían. Los nuestros, parapetándose en las cabinas del peaje y buscando posiciones alrededor del camión, respondían con ráfagas continuas de sus subfusiles, teniendo cuidado de no acertarles a sus propios compañeros en medio de la confusión del enfrentamiento. Desde donde nosotros estábamos no podíamos disparar sin arriesgarnos a darles a los nuestros, por lo que asistíamos entre impotentes y desconcertados a aquella batalla campal que se desarrollaba ante nuestros ojos. En eso, oímos gritar al sargento:
—Álamo, Vila, los dos conmigo. Ya.
Saltamos como un resorte y fuimos tras él. Al principio no entendí qué era lo que pretendía. Por un momento pensé que se había vuelto loco y que nos llevaba hacia la zona del tiroteo; y sin embargo, tales son los efectos de la disciplina cuando se inculca con eficacia, o de la desorientación cuando es extrema, que ni Álamo ni yo dudamos ni por un instante en correr tras él. Cuando salimos a una zona despejada de la autopista, justo donde esta se ensanchaba para dar acceso al peaje, comprendí lo que se proponía. A no mucho más de cincuenta metros de la refriega se había amontonado un grupo de coches, a duras penas contenido por unos compañeros de paisano. De algunos se bajaban ya, empujados por la curiosidad, ciudadanos de toda edad y condición. Una mujer madura y desenvuelta preguntó con expresión jovial:
—Anda, ¿qué pasa ahí? ¿Están rodando una película?
Uno de los nuestros gritó:
—¡Guardia Civil! ¡Métanse en los coches!
El sargento se volvió a Álamo y a mí:
—Aseguraos de que se meten todos dentro.
Fuimos coche por coche, conminando a la gente con la intimidación de nuestro uniforme y nuestro fusil a obedecer la orden. No faltó, nunca faltaba, quien veía en aquella clase de situaciones el pretexto ideal para hacerse notar y hacernos notar lo que inspirábamos.
—¿Por qué cojones me tengo que meter en el coche? —dijo uno.
—Porque esta noche no me apetece agacharme a recoger sesos de chulo del asfalto —le explicó Álamo, con su diplomacia habitual.
—¿Qué?
—Que eso que oye es fuego real. Métase dentro, coño.
Controlamos la situación mientras los tiros seguían. Una vez que todos estuvieron a cubierto, Álamo y yo nos colocamos a los dos lados de la caravana que poco a poco se iba formando, a fin de que nadie más se bajara. Entonces advertí la presencia junto a mí de una chica muy joven, con chaleco y pistola asida con ambas manos. Observaba la escena con ojos encendidos y sin perderse ni un detalle. Me miró.
—Soy compañera —dijo.
Era una niña, dudé que hubiera cumplido los diecinueve. No hacía más de un año de la entrada de las mujeres en el cuerpo: ella era la primera a la que veía de servicio y me asombró que estuviera justo ahí, en uno de los sitios más arriesgados. Luego me lo explicarían: era tal la necesidad de mujeres que tenían en el servicio de Información, para seguimientos y otras labores encubiertas, que se habían apresurado a elegir de la primera promoción a unas cuantas, las habían formado a toda velocidad y las habían echado a la arena casi sin darles tiempo a que recogieran sus despachos. Creo que ese fue el momento en el que me picó el gusanillo de hacer algún día un trabajo como aquel. O dicho de otro modo, de dejar de ser un blanco uniformado y en movimiento para convertirme en la sombra que seguía los pasos de los asesinos. Ser el que les ganaba la espalda a ellos, en vez de darles la mía.
En todo caso, entonces no me dio tiempo siquiera a plantearme esa eventualidad. Porque apenas se había apagado el eco de sus palabras cuando una explosión al costado del camión nos hizo comprender que el enemigo era aún más duro de pelar de lo que parecía. Segundos después, se oyó una voz que gritaba desesperadamente:
—¡Un herido, tenemos un herido, que alguien me ayude!
Quizá habría debido pensarlo, cruzar una mirada con mi superior o cerciorarme de que no corría o creaba más riesgos. El caso es que no lo hice: me tercié el fusil a la espalda y eché a correr hacia donde había visto el resplandor de la explosión. Casi al momento percibí el ruido de unas botas repicando en el asfalto tras mis pasos. Era Álamo, que había hecho lo propio y venía tras de mí. A medida que avanzábamos, entre el humo de la granada que acababan de tirar contra los nuestros desde el interior del camión, distinguimos a quien pedía ayuda, un guardia también muy joven del servicio de Información y de paisano, y a la víctima, un sargento del grupo de intervención que había quedado inconsciente en el suelo. Álamo y yo llegamos casi a la vez. El sargento tenía una fea herida en la cabeza: una esquirla de la granada había impactado contra su casco y lo había abierto limpiamente. De no ser por él, con seguridad no habría podido contarlo. Luego nos dijeron cómo había sucedido, y entendimos que al guardia que estaba con él se le viera superado y fuera de sí. Al parecer, en mitad del tiroteo, el sargento lo había visto acercarse más de la cuenta, había corrido para apartarlo y justo en ese momento uno de los etarras escondidos en el camión, aprovechando la oportunidad, les había arrojado la granada. Gracias a que el sargento lo había protegido con su cuerpo, el guardia había resultado ileso. Bajo el tiroteo que arreciaba, y sin preguntarnos si moverlo era o no lo más conveniente, Álamo y yo cogimos en vilo al sargento y le dijimos al guardia que nos siguiera. Desde el interior del remolque seguían haciéndonos fuego, y en torno al camión los caras negras, salvo uno que se nos unió sobre la marcha para ayudar a llevar a su sargento, disparaban con furia, barriendo el objetivo en abanicos. Los que estaban dentro no se arrugaron. Uno de ellos aulló:
—Gora Euskal Herria ala hil!
«Viva la patria o muerte», según el euskera elemental que a aquellas alturas de mi estancia en el Norte, y por la cuenta que me traía, ya era capaz de manejar. Corrimos lo que nos dejó el peso de nuestros fusiles y del herido, hasta donde podíamos considerarnos desenfilados y a salvo. En seguida llegaron nuestro sargento y un brigada de Información, seguido por la chica a la que había visto antes. El brigada se hizo cargo de su subordinado, al borde ya del ataque de nervios, y después de cerciorarse de que el herido seguía respirando, nos comunicó:
—La ambulancia está en camino, no tardará.
Nuestro sargento nos miró sin decir nada. Fiel a su estilo.
De pronto, el tiroteo cesó.
—¡No disparéis, nos rendimos! —se oyó gritar.
—¡Las manos en alto! ¡Todos! —gritó uno de los caras negras.
—Creo que sólo quedamos dos —dijo la primera voz.
—Pues los dos fuera, ya. Manos arriba y sin armas.
—Ya vamos, no disparéis.
—Las manos bien arriba o tiramos.
—Que nos rendimos, hostias, no tiréis.
Apenas vi a uno de los etarras asomar, manos en alto, tras la lona del remolque. Justo entonces se presentó la ambulancia y la prioridad era ayudar a cargar a nuestro herido. Fue un rato más tarde cuando pudimos acercarnos y verles la cara a los dos supervivientes. Uno era el legal, y el rictus de pánico que no se le quitaba del rostro probaba hasta qué punto se había visto en una para la que no estaba ni medio preparado. El susto que llevaba encima no se le iba a pasar en meses, y el resto de su vida iba a estar dando gracias a la suerte que le había salvado de hacer el equipaje aquella noche. El otro, en cambio, era el jefe del comando, un sujeto frío y pétreo que aun así, esposado con las manos a la espalda y sentado en el suelo entre los dos caras negras que lo vigilaban y hacían esfuerzos por no vaciarle encima el cargador, se creía en la necesidad de hacernos sentir su aplomo de gudari.
En cierto momento, reparó en la presencia de la guardia joven que formaba parte del equipo de Información. Aunque se había puesto un pasamontañas, que entre otras cosas impedía ver su cabellera rojiza, al etarra no se le escaparon otros detalles. Desde el suelo, le dijo:
—Te he reconocido, chavala. Nunca me olvidaría de un culito así. Mira que me mosqueaste, tendría que haberme fiado de mi olfato.
La chica no se dejó amilanar.
—Qué se le va a hacer. Aquí no hay segundas oportunidades.
—Es verdad. Para ti tampoco la habrá cuando te equivoques.
—Ya procuraré no equivocarme.
Del sentido de aquella conversación no fui consciente hasta un tiempo más tarde, cuando tuve con ella la confianza necesaria como para que me contara lo que había sucedido entre ambos. Había sido ella la que había reconocido, en la gasolinera donde se había detenido el camión para cargar a los etarras, al temible jefe del comando Araba. Amparada en su
apariencia inofensiva, había entrado a inspeccionar el bar de la gasolinera y se había dado de bruces con la mirada gélida de aquel hombre con un buen puñado de asesinatos a las espaldas. Para que no la oyeran hablar por las transmisiones, se había ido al baño a dar la noticia a sus superiores, a quienes les había costado dar crédito a aquella cría. Pero la firmeza con que ratificaba que acababa de ver al jefe del Araba fue definitiva para que la creyeran. A partir de ahí se había reforzado el despliegue y nos habían movilizado a todos.
La noche fue larga y agotadora. Hubo que acotar la parte del peaje donde se había producido el tiroteo, habilitar lo poco que se pudo del resto y ordenar el tráfico para que pasara por el embudo que habíamos creado con nuestra intervención. También hubo que aguardar a que viniera el juez para levantar los cadáveres que habían quedado en el interior del remolque: los otros dos miembros liberados del comando que no habían optado, como su jefe, por deponer las armas a cambio de su vida. Fue aquella la primera vez que vi, de cerca, a un hombre cosido a tiros. No pude evitar fijarme en la expresión de aquellos dos etarras, a medio camino entre el encono que habían sostenido hasta sus últimos instantes y la paz que la muerte acaba otorgando a todos los rostros humanos. En el momento en que sacaban los cuerpos de entre los tablones astillados por las balas, comenzó a caer la lluvia que nos llevaba amenazando toda la tarde. Una lluvia al principio fina, luego más insidiosa, bajo la que me pregunté qué había en la mente y el corazón de quienes, además de proponerse y ejecutar sin el menor asomo de piedad la muerte de otros, eran capaces de aceptar y buscar así la suya. Para uso y servicio de periodistas, políticos y quienes los enfrentábamos se habían acuñado unos cuantos adjetivos, que cada vez que se pronunciaban perdían algo de sentido y un poco de vigor. Un hombre que elige la muerte repele los adjetivos, tanto de quienes lo postulan para héroe como de quienes lo aborrecen como monstruo. Un hombre que elige la muerte es una pregunta sin más respuesta que un vacío tenebroso: ese del que nace su afán y que se traga su vida.
Por aquel entonces yo sabía bastante poco de cómo y por qué se unían a aquel proyecto de destrucción jóvenes como los dos a quienes había visto morir tratando de matar. Me quedaba en la superficie de las consignas con las que la organización justificaba su lucha, rebatidas por las diatribas de quienes la padecían y le hacían frente. Entre unas y otras asomaban nebulosas ideas revolucionarias, sentimientos atávicos de vinculación a una tierra y a una lengua y el rencor acumulado a lo largo de décadas de imposición despótica, según proclamaban unos, o en la convivencia con forasteros primero atraídos y utilizados y luego rechazados y menospreciados, según otros. Y a partir de todo aquello, la inercia que siempre prevalece en los asuntos humanos, y en cuya virtud los hechos se suceden como consecuencia de hechos anteriores. Se encadenan los errores y los agravios, en la perentoriedad de los acontecimientos deja de seguirse el curso de las causas hasta las causas primeras, y el obrar acaba obedeciendo, sin demasiada reflexión, a los golpes y los estímulos que se tienen más recientes en la memoria.
En una atmósfera tan enrarecida, todo lo que había procurado hasta aquel momento era familiarizarme con el terreno y con el trabajo que me tocaba hacer y tratar de salir entero de allí. A la vista de aquellos dos cadáveres, y también de nuestro compañero que por poco no se les había unido camino del depósito, sentí la necesidad de hacer algo más: intentar conocer y comprender mejor a qué me enfrentaba, tratar de aportar a la empresa algo más que mi cuerpo ofreciendo blanco en los cruces en los que a mis superiores se les ocurriera apostarme.
En ocasiones, y estas ocasiones son algo más frecuentes de lo que tendemos a creer, la vida nos proporciona justo lo que le pedimos, tal vez para poner a prueba nuestra consistencia y la sinceridad con que se lo demandamos. Sólo en estos términos puedo recordar lo que me sucedió antes de que levantáramos el dispositivo aquella noche.
Recogíamos ya nuestras cosas cuando nos llamó el sargento.
—Vila, Álamo. Venid aquí, por favor.
Vi entonces que junto a él había un hombre alto, de paisano, pero que a duras penas podía ocultar, a un ojo entrenado como el mío, su condición de guardia civil. Andaba por los treinta y pocos años y por el aire y el porte supe que era un oficial antes de que nos lo certificara la forma en que el sargento se le dirigió y le dio nuestros nombres:
—Mi capitán, estos son. Los guardias Vila y Álamo.
Los dos nos cuadramos y saludamos, como tocaba, sin tener muy claro en qué calidad se nos estaba presentando a quién. Aquel hombre nos observó con detenimiento antes de pronunciar una palabra.
—Gracias por lo que han hecho —dijo finalmente.
Yo no supe qué responder, ni si hacerlo. Álamo era de otra pasta.
—Lo que tocaba, mi capitán, nada más —le respondió.
—Pero a tiempo, y antes que nadie. No sé si se dan cuenta de cómo y cuánto se la han jugado. Esa gente estaba dispuesta a llevarse por delante a tantos de nosotros como pudieran. Y no eran cualquier cosa. Los que han muerto, bien que lo han demostrado. Y el jefe, aunque hoy haya decidido pensar en la posibilidad de tener un futuro para acordarse de cómo terminó cagándola, también es canela fina.
—Ya lo hemos visto —me atreví a observar.
—¿Saben lo que nos ha dicho el tío, antes de meterlo en el coche y despacharlo para Madrid? Todavía no me lo termino de creer.
Ninguno preguntó. Tampoco hizo falta.
—Que él es un soldado, como nosotros, y que nos entiende. Que si él fuera español, cosa que no es, también se haría txakurra.
Es decir, perro, en euskera. Así les gustaba llamarnos.
—Qué cabrón —se le escapó al sargento, contra su costumbre.
—Da que pensar, sobre lo que hacen y lo que se creen. El caso es que esta tarde ustedes dos han comprado un montón de números para el sorteo del plomo. Y gracias a eso no sólo le han salvado al herido la vida, sino también a uno de mis hombres, que estaba en shock.
Entendí entonces la razón por la que había pedido conocernos. O al menos, la entendí en parte. Era el jefe de aquellos guardias de paisano, de la chica y el resto: los que habían seguido al camión, quién sabía durante cuánto tiempo, hasta que había recogido a los miembros del comando y se había puesto en marcha hacia la frontera. Caí de paso en la cuenta de que aquellos dos hombres habían muerto y a su jefe lo habíamos capturado justo cuando se disponían a cruzar a Francia para descansar y reponerse de una campaña exitosa, aunque no tanto como ellos habrían querido. El coche bomba que habían colocado junto a una casa cuartel, meses atrás, sólo había destrozado el edificio y las inmediaciones, sin alcanzar a los guardias y sus familias, mujeres y niños incluidos, como era su indudable intención. Todos teníamos muy presente cómo lo habían conseguido un par de años atrás con la casa cuartel de Zaragoza, llevándose por delante a varias criaturas. A pesar de ese revés, los del Araba habían consumado quince asesinatos, por los que seguramente contaban con una felicitación de sus jefes que ya no iban a recibir. Y todo, aunque de ese detalle todavía yo no era consciente, por culpa del buen ojo de una chica recién incorporada que los había reconocido en un bar de carretera. Paradojas de la vida.
—Nos limitamos a cumplir con nuestro deber —insistió Álamo.
—Éramos los que estábamos más cerca —añadí yo.
—En todo caso —dijo el capitán—, además de darles las gracias, he pedido conocerlos porque me gustaría hacerles una pregunta.
Álamo se tensó como la cuerda de una ballesta. A mí, simplemente, me pilló desprevenido. El capitán estudió la reacción de uno y otro.
—Es una pregunta sin malicia —aclaró—. ¿Alguno de ustedes dos ha pensado alguna vez, por un casual, en cambiar de aires?
—¿Se puede decir la verdad, mi capitán? —consultó Álamo.
—Por favor.
—Cada mañana, cada tarde y cada noche. Hablo por mí, nada más. De este tengo mis dudas, a fin de cuentas vino aquí voluntario.
No me salió decir nada. Estaba demasiado entretenido espiando la reacción de nuestro sargento, cuyo rostro permaneció inexpresivo.
—¿Y usted? —me interpeló el capitán.
—Puede ser —dije—. Depende del cambio del que se trate.
El capitán se vio en la necesidad de precisar:
—No hablo de un destino más tranquilo. Al revés.
—El movimiento a mí no me espanta —dijo Álamo.
—Tampoco a mí —le secundé.
—En ese caso, tendrán noticias mías. Sargento…
—A la orden, mi capitán —dijo nuestro superior inmediato, a la vez que saludaba y hacía chocar sus tacones. Álamo y yo le imitamos.
Aquella fue mi primera conversación con el capitán Pereira, a quien veintiocho años después, elevado él a lo más alto del escalafón, y yo a un rango mucho más modesto, me veía otra vez en la disyuntiva de complacer o desairar. Algo tenía que reconocerle: una habilidad innata para dar con mi punto débil y persuadirme de servir a sus propósitos. Lo hizo poco después de conocernos en aquel peaje, cuando me fichó, junto a Álamo, para sumarme a su unidad. Volvió a hacerlo aquella mañana de otoño de 2017, cuando me dijo la razón por la que según él tenía que partir en cuanto me fuera posible rumbo a Formentera:
—Apareció apaleado en una playa. Tiene toda la pinta de ser un crimen entre homosexuales, pero el problema es de quién se trata. Igor López Etxebarri. Condenado hace años por pertenencia y colaboración con ETA. A una faena así, sólo hay un artista al que pueda enviar.
El muy zorro sabía que aquel argumento no se lo iba a discutir, aunque seguramente habría debido. Y no sólo por Chamorro.
Ficha histórica del libro
Edad: Contemporanea
Periodo: Monarquía Parlamentaria
Acontecimiento: Sin determinar
Personaje: Sin determinar
Comentario de "El mal de Corcira"
Un varón aparece asesinado en una playa de Formentera. Para hacerse cargo de la investigación la Guardia Civil encarga a Bevilacqua el esclarecer el crimen. Ello le lleva a dirigir sus pasos hasta Guipúzcoa, lugar de residencia del difunto.
Allí nuestro protagonista se enfrentará a su pasado y a su lucha contra Eta pues el difunto en su día fue condenado por ser colaborador de ETA.