La reina sin espejo

La reina sin espejo
CAPÍTULO 1
UNA IMAGEN TAN BRUTAL
Cuando el forense, con la sobrecogedora parsimonia de su oficio, comprobó el funcionamiento de la sierra circular que se disponía a aplicar sobre el cráneo de Neus Barutell, reparé en que aquella era la primera vez que presenciaba la autopsia de alguien a quien había tenido la oportunidad de ver con vida. También mi compañera, la cabo Chamorro, que asistía conmigo a la operación, guardaba alguna memoria del ser humano que ya no habitaba aquel cuerpo. Podía, tanto como yo mismo, recordar el sonido de su voz, la expresión de sus ojos, los movimientos que antaño describieran aquellos miembros que ahora reposaban yertos y azulados sobre la mesa de autopsias. En situaciones de cierta intensidad suele suceder que solo podemos pensar simplezas. La que yo cavilé en aquel momento fue que el espectáculo cambiaba radicalmente al conocer algo de la persona que había habido tras la carne que desmantelaban delante de uno. Solo el forense, que tampoco ignoraba quién era Neus Barutell, parecía mantener cierta neutralidad ante la circunstancia, mientras concentraba toda su atención en la maniobra que iba a ejecutar. Pero en su mente, al menor descuido, debían de abrirse paso reflexiones no muy distintas de las mías.
—Vamos allá —dijo antes de proceder, con un afán por normalizar el acto que no hizo sino ratificar mi suposición.
Fue entonces, mientras miraba los cincuenta y pocos kilos de materia orgánica inerte en que se había convertido aquella inquieta criatura humana, cuando recordé la primera vez que había visto el rostro de Neus Barutell. Sobreponiéndome al desasosiego que producía la imagen del cuerpo frío y desvalido, sobre el que los útiles del forense trazaban ya las líneas que permitirían acceder a su triste secreto y ocultar luego a los parientes la ferocidad de la agresión, retrocedí una década, a aquella otra época mucho mejor para ambos. Ella estaba a la sazón en su plenitud, y mi propia vida era un proyecto de satisfacciones y alegrías aún no sometidas a la implacable rebaja que el tiempo, auxiliado por nuestras torpezas, se complace en aplicar a cualquier ensueño redentor. Diez años antes de aquella tarde en que yacía sin vida, Neus había alcanzado el estrellato como conductora de un programa de éxito en la televisión catalana. En aquellos días yo estaba destinado en Barcelona, y solía ver su programa y algunos otros para irle cogiendo mejor el aire al idioma local. Desde el principio, aquella presentadora me pareció una persona notable; sin duda ambiciosa, oportunista, vanidosa y a menudo tan superficial como todos los que le hacían la competencia, pero con algo que la hacía distinta, una capacidad de ser o parecer verdadera que me inclinaba a mirar su programa con cierto interés, frente a lo que me sucedía con los de otros, que solo podía soportar como el peaje indispensable para mi aprendizaje lingüístico. Quise recuperar del fondo de mi memoria el eco de esa Neus primera, quizá en una tentativa paralela de recobrar el sabor perdido de aquella etapa barcelonesa y de la quebradiza felicidad de que había disfrutado mientras la vivía. Hube de esforzarme, sin embargo, porque a cada momento se me imponía la huella más reciente de la otra Neus: la que, después de dar el salto a una cadena de televisión nacional, se había convertido en una de las periodistas más populares e influyentes del país.
Eso era lo más desconcertante de aquella situación. A los que allí estábamos la difunta siempre se nos había aparecido como un ser luminoso e impecable. Ante las cámaras, Neus vestía exquisitamente, con prendas que cabía suponer hechas a medida para ella por los modistas más cotizados. Gracias a la esmerada labor de peluquería y al pulquérrimo maquillaje, su cabello resplandecía como si la luz brotase de él y su piel nunca dejaba de verse tersa, lozana y uniforme. Pero ahora, de pronto, era una muerta más. Con su olor acre, su lóbrega desnudez, su piel llena de accidentes y despojada de cualquier aderezo favorecedor. Tuve otra idea estúpida: cuánto habrían pagado las revistas, cuánto habrían suspirado tantos espectadores por poder echarse a la cara a Neus así como se exponía ahora, sin ropa alguna. Con un sentimiento de culpa tal vez absurdo, porque no había más razones para experimentarlo con ella que con las otras muchas muertas que había tenido la ocasión y el deber de examinar, me fijé en el pequeño tatuaje en forma de dama de ajedrez que lucía en cierto lugar íntimo. Pero no me sentí distinguido por la fortuna al acceder a aquel secreto vedado al resto de los mortales. No gratificaba los sentidos, ni la imaginación, verla tal y como la habían dejado. Antes de abrir, el forense pudo contar hasta veintisiete puñaladas, en cuello, brazos, tórax y abdomen.
—El que fuera, le tenía ganas —apostilló, al completar la cuenta.
No dudaba de la saña, desde luego, ni era por esclarecer eso por lo que habíamos decidido entrar a la autopsia, cosa que ni mucho menos hacemos en todos los casos, en general por la sencilla razón de que a los investigadores de la unidad central suelen pasarnos los muertos cuando ya llevan tiempo bajo tierra. La inspección del cadáver en el lugar del crimen, que esta vez sí habíamos podido realizar, me había suscitado incertidumbres respecto de otros extremos de cierta importancia, que eran los que esperaba que el forense nos aclarase y los que me interesaba poder comprobar también de primera mano.
Las autopsias no son rápidas: van por partes y en su orden, para no perjudicar la utilidad de sus resultados y para después recomponer el cuerpo de la mejor manera posible. Pero el forense llegó al fin a los dos puntos que me intrigaban. Tras examinar los pulmones, y sin titubear, formuló la conclusión que a mí mismo, como profano en la ciencia médica, me sugería la experiencia de otros casos:
—Murió por asfixia. Si sumamos la trayectoria perpendicular de casi todas las puñaladas, y el volumen moderado de la hemorragia, tenemos razones para presumir que la acuchillaron post mortem.
El segundo detalle, el más desagradable y ominoso, el forense lo contrastó y certificó con la voz más fría que se escuchó aquella noche en aquella sala, que ya de por sí transmitía una gelidez insuperable:
—Semen en vagina y en recto.
Tomó varias muestras, tan ensimismado y metódico como si estuviera recogiendo cualquier fluido sin mayor interés, y las fue depositando en los recipientes apropiados para remitirlas al análisis genético. Miré a Chamorro de reojo. Permanecía impasible. Me entretuve en imaginar cuál habría sido su reacción varios años antes, cuando se iniciaba en el lúgubre negocio que compartíamos. Le habría costado mucho impedir que sus emociones la traicionasen, mantener la máscara impenetrable que la protegía ahora. Le habría costado, también, no expresar en palabras, tan pronto como tuviera oportunidad, aquello que sentía. Pero una vez acabada la autopsia, cuando salimos del tanatorio y nos encontramos de nuevo solos en el coche, su única observación fue:
—Por lo menos es un gilipollas que deja la firma.
No le respondí en seguida. Hay quien cree que los policías nos volvemos perros insensibles, y es cierto que uno debe aprender a no absorber todo el dolor que le circunda, pero yo no he conseguido ni creo que sea demasiado útil prescindir de los sentimientos. Me hacía cargo de que en mi compañera, como mujer, lo que habíamos estado viendo producía efectos particulares dignos de mi consideración.
—Si el homicida es quien tuvo relaciones con ella —precisé.
Chamorro me observó con cautela. Años atrás, pensé de nuevo, habría respondido más irreflexivamente a mi objeción. Pero ahora también ella se tomó su tiempo antes de volver a abrir la boca.
—Vale —admitió—. No hay desgarros y no tiene por qué ser una relación forzada con violencia. Pero pudo haber intimidación. Y tampoco una relación consentida excluye un posterior…
—Desde luego que no —concedí—. Tienes razón, alguien ha firmado y eso es algo, que bien podríamos no tener nada. Son las once, camarada. ¿Volvemos a la escena del crimen o nos tenemos piedad y dejamos de jugar por hoy a los policías? No sé tú, pero yo estoy reventado.
—La escena del crimen está vista —dijo Chamorro—. Los que ahora tienen que lucirse allí son los de criminalística, levantando buenas huellas si las hay. ¿O es que piensas echarles una mano en eso?
Parecía haber hecho una pregunta inocente, sin ninguna intención. Pero, al cabo del tiempo, podía percibir la mordacidad de mi compañera aun cuando la manifestara veladamente, como era el caso.
—Ya me conoces, Virginia. Solo me gustan los trabajos meticulosos cuando tienen algo artístico. No me tira mucho limpiar manchas.
—Pues entonces…
—No vas a chivarte del escaqueo, ¿no?
—¿Para qué? Podrían ponerme a trabajar con un jefe todavía más rancio y más machista que tú, así que no creo que me interese.
—¿Soy rancio? ¿Soy machista? —pregunté, con sincero estupor.
—Tienes cuarenta años, y ya empieza a fastidiarte, aunque no te des cuenta, que otros más jóvenes se vayan haciendo con el mundo. Y eres un hombre, así que no tienes más remedio que ser machista. Bueno, podrías ser gay, o metrosexual, pero tampoco acabo yo de estar segura de que a una mujer le convenga más trabajar con eso. Los machistas sois más predecibles, y si se sabe llevaros, mucho más manejables.
Hice ademán de sujetarme al volante.
—Coño, Chamorro, ¿te has tomado algo?
—Coca-Cola Light, de máquina. No sé si le ponen algo en el tanatorio para animar a los deudos, pero yo no he notado nada raro.
—Me vas a permitir que prepare mi defensa para otro momento, porque ahora estoy hecho unos zorros. Pero creo que nunca he ofendido tu dignidad femenina. Incluso estoy dispuesto a recomendar que si algún día tienes un hijo, y hasta dos o tres, no te echen de la unidad.
—Si algún día tengo un hijo, ya me iré yo. Pero por ahora no necesito que te desgastes al respecto.
—Pues no te duermas, no vaya a pasarse el arroz.
Mi compañera esbozó la primera sonrisa de aquel día.
—Qué respetuoso de mi dignidad femenina es ese comentario.
—Solo me preocupo por ti. Los treinta están ya encima…
—No te preocupes tanto. Ahora las mujeres somos fértiles durante más tiempo. Al contrario de lo que sucede con la fertilidad de otra cosa, que parece que va disminuyendo sostenidamente.
—Yo ya he acreditado mi aptitud una vez. Y no estoy por repetir. Debo salir adelante con un sueldo modesto.
—Qué bien tener esa coartada.
—Vale —resumí—, llegados a este punto solo me queda arrestarte o invitarte a una caña y alguna ración de algo, dondequiera que sea posible encontrar eso a esta hora en este pueblo. Sabes que me repugna abusar del mando, así que, y solo a condición de que no te me pongas burda y lo interpretes como acoso sexual, ¿me permites invitarte, mi cabo?
—Vamos, tira y deja de chinchar —replicó, relajando el gesto. Meneé la cabeza.
—Ay, Chamorro, con lo disciplinada, lo prudente y lo modosita que eras al principio, cómo te estoy malcriando.
—Tranquilo, me malcría la vida.
—Bien, pero mañana conduces tú —dije, mientras arrancaba—. No por nada, sino porque soy un machista y se me pone en los cojones.
—A tus órdenes siempre —se sometió, con dulce mansedumbre.
—Mejor así. Y ahora vamos a ver dónde nos dejamos envenenar.
Mi comentario, aunque no era más que una manera de hablar, resultaba injustamente despectivo. El pueblo que aquella vez nos había tocado en suerte era bastante decente. Un lugar de larga historia, con un casco antiguo señorial y varios edificios de cierto valor arquitectónico. Hasta tenía obispo, que eso sí que era nivel, porque por lo común los sitios con obispo son de la pasma, y a los guardias como mucho nos dejan municipios con arcipreste para velar por la salvación de los fieles. Ni a Chamorro, que era expracticante, ni a mí, que era más o menos excreyente, nos hacía mucha falta ese servicio, pero al fin y al cabo, y aunque solo fuera por el hecho de trabajar en el país otrora campeón de la católica cristiandad, no podíamos dejar de tomar nota del detalle. Otra ventaja, teniendo en cuenta la premura con que habíamos tenido que desplazarnos hasta allí, era que el pueblo se hallaba en la provincia de Zaragoza, no muy lejos de Madrid y con buena comunicación por carretera. Mientras conducía hacia el centro, y aunque el cansancio me invitaba a desconectar, la inercia de mis pensamientos me llevó en cambio a repasar los hechos desde el principio. Es esta, la de andar recapitulando siempre, una tediosa manía policial.
El comienzo, es decir, el momento hasta el que podía a aquellas alturas retrotraerme con mediana certeza, era el hallazgo del cuerpo. Un hecho que por lo común se decide de forma fortuita, pero ese capricho del azar resulta de gran trascendencia para dilucidar cómo y qué podrá uno investigar más adelante. En el caso de Neus Barutell, el modo en que la descubrieron resultó hasta cierto punto favorable para nosotros. El cadáver apareció a las pocas horas de la muerte y en el más que probable lugar del crimen, la casa de campo de la que la víctima era propietaria en las afueras del pueblo. La infortunada que hubo de pasar el trago fue su ayudante personal, quien siguiendo instrucciones de la periodista se presentó aquella mañana en la finca, donde Neus tenía su refugio y también su lugar de trabajo para los momentos en los que deseaba desconectar del mundo exterior. La ayudante, persona de total confianza, disponía de llave de la casa, por lo que pudo entrar por sí misma en ella. Después de hacer notar su presencia desde la planta inferior, y al no obtener respuesta, decidió subir a la planta donde estaban las habitaciones. No observó nada anómalo hasta que llegó a la puerta del dormitorio de Neus, que encontró cerrada.Golpeó dos veces, quizá tres, nos precisaría después cuando la interrogamos, demostrando ser tan puntillosos como, dicho sea de paso, sugería su apariencia y su forma de comportarse. Pasando unos segundos, se resolvió al fin a abrir la puerta. Y entonces fue cuando lo vio todo. Eran, la ayudante recordaba también la hora, las 10,45 de la mañana
Ficha histórica del libro
Edad: Contemporanea
Periodo: Monarquía Parlamentaria
Acontecimiento: Sin determinar
Personaje: Sin determinar
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