Todo por amor

Todo por amor
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«El lugar más peligroso, allí donde más corres el riesgo de que te maten, es tu propia casa». La frase no es mía, sino de un veterano investigador de homicidios, al que hace no demasiado le pregunté por la tipología de casos que últimamente pasaban por sus manos. «Mujeres asesinadas por sus maridos, maridos asesinados por sus mujeres, padres por sus hijos, hijos por sus padres; en eso se nos van casi tres cuartas partes de la estadística», añadió. Hay que aclarar que eran datos de un año y de una comunidad autónoma concreta, y que la sociedad española, en general poco violenta, comparada con otras, no es representativa de la criminalidad mundial. Sin embargo, el hecho está ahí, y no puedo olvidar la anécdota al redactar estas líneas.
Este libro recoge 102 relatos breves, compuestos entre 2009 y 2016. Casi todos ellos forman parte de la serie «Vidas.zip», un proyecto que mantengo desde hace ocho años en elmundo.es, y que me otorga una oportunidad excepcional en el marco de la prensa española: la de hacer literatura en un medio de difusión diaria, a partir de hechos siempre reales que forman parte de la actualidad; ya sea de sus grandes titulares o de los que pasan más inadvertidos. Su temática es abierta, pero por alguna razón se cuelan una y otra vez en este espacio historias de crímenes y criminales y de quienes los sufren y persiguen. Son historias por lo general contundentes, a veces aleccionadoras, con frecuencia escalofriantes. Las hay españolas, la gran mayoría, pero también hay lugar para delitos y delincuentes de otras latitudes.
Alguien me sugirió recopilar en un solo volumen todas esas narraciones. Hice el ejercicio y descubrí en el resultado una suerte de fresco azaroso no solo del mal y el crimen, sino también del mundo y el lugar en que se manifiestan. Dominan los homicidios, pero no faltan los robos, las estafas, las extorsiones, la corrupción de los poderosos y la de quienes no lo son tanto. Entre otras cosas, se deja ver la depauperación (económica, social, institucional) de la sociedad española en estos comienzos del siglo XXI, y las convulsiones que sacuden el planeta, con fenómenos tan fuera de control como el narcotráfico, el yihadismo o el desplazamiento forzado y masivo de personas, muchas de ellas objeto de trata criminal, por poner solo tres ejemplos.
Del valor de ese fresco, o mosaico, que quizá sea metáfora más pertinente, habrá de juzgar el lector. El autor agradece esa ocupación semanal que le obligó a estar atento y le permitió componerlo. Y también la paciencia de su familia, que soporta que sábado tras sábado, en algún momento de la noche o la madrugada, desaparezca un rato para perpetrar un cuento al calor de algún hecho urgente. A ella, y en especial a Noemí, a quien debo el título y un amor que construye, dedico este libro.
Illescas, 26 de agosto de 2016
- Si yo fuera juez
La desgana con que Samuel había estado mirando la tele, desde que se sentara frente a ella con la bandeja de la cena, se trocó en vivo interés cuando la locutora pasó a dar cuenta de aquella noticia. Era, desde luego, una de esas que llaman la atención de cualquiera, del tipo hombre muerde a perro:
—El juez decano de Barcelona, acusado de un delito de violencia doméstica por presuntos malos tratos a su mujer.
Samuel subió el volumen del aparato. Según la información, el juez y su esposa, de profesión notaría, se habían enzarzado en una agria discusión en el domicilio conyugal, apenas cinco meses después de la boda y con motivo de una supuesta infidelidad del marido. La disputa había llegado a las manos y ambos se habían agredido y causado lesiones recíprocas, por lo que cada uno había presentado denuncia contra el otro. Según había trascendido, el fiscal pedía nueve meses de prisión para él y siete para ella, y que se denegaran las órdenes de alejamiento que cada uno había solicitado respecto del otro. Nada se sabía sobre quién se vería obligado a abandonar la vivienda común.
Los labios de Samuel dibujaron una sonrisa amarga. Qué cosas, se dijo, su señoría y la señora notaría, enfrentándose a los mismos problemas que tienen los pobres mortales. En ese momento, en el televisor aparecieron las imágenes del juez acudiendo a los juzgados para prestar declaración. Venía con quien debía de ser su abogado, un comprensible gesto de pocos amigos y menos ganas de ser captado por las cámaras. Sobre su mejilla eran claramente perceptibles los arañazos. Pero a Samuel le llamó más la atención otro detalle: el juez llegaba sin más compañía que su letrado defensor. Libre como un pájaro.
Para Samuel, tres meses atrás, la cosa había sido bien distinta. A él lo condujeron al juzgado dos guardias civiles, esposado, y a su abogado de oficio lo conoció allí, en un pasillo. También él tenía la cara arañada y había denunciado a su agresora. Pero a Samuel, en lugar de dejarle ir, le dijeron que conforme al protocolo de seguridad, y como su novia lo había denunciado también, se quedaría detenido hasta su entrega a la autoridad judicial, mientras ella regresaba sola al piso de ambos.
En vano protestó Samuel, en vano insistió en que comprobaran que las únicas lesiones que ella tenía, algunas magulladuras, eran compatibles con una reacción de defensa por su parte. En vano, en fin, se había contenido durante la bronca, mientras ella le gritaba, arañaba y golpeaba con todo lo que pudo encontrar. Era presunto maltratador y ella, la presunta víctima, hasta que él no demostrara lo contrario. Así lo disponía la ley.
Esa noche, en el calabozo, Samuel pensó que en España la única manera de no acabar detenido si a tu novia le daba un ataque de ira era dejarse sacar los ojos. Pero había otra.
Ser juez.
- Abuelita, dime tú
El inspector observó detenidamente a la mujer. Según su documentación, contaba setenta y tres años. Los aparentaba, e incluso alguno más, aunque quizá fuera por el efecto de la sorpresa y el mal trago del encierro, que la habían mermado un poco. Su ropa, de distinguida marca y esmerado corte, se veía arrugada y sin prestancia, como si no estuviera demasiado acostumbrada a lucirla como el género merecía. El trabajo de peluquería que había dado forma y color a sus cabellos aparecía también algo arruinado. Rosario D. P. no se hallaba precisamente en el momento estelar en cuanto a su capacidad de seducción.
Pero tampoco puede decirse que intentara seducir, ni a él ni al resto de los que había pretendido influir con su aspecto. Solo se trataba de distraer y desorientar, y ahora que el pastel que ocultaba había quedado al descubierto, ya no tenía sentido esforzarse. Por eso estaba así, desvencijada sobre la silla, con la mirada gacha y ausente, y en el semblante un gesto que oscilaba de la indiferencia a la abulia, no exentas de cierta aprensión. El inspector había revisado su historial delictivo. Estaba completamente limpia, nunca antes se había visto en una como aquella. Por tanto, algo debía de haber en ella de la angustia del neófito, ese temblor frente a la novedad que ya han perdido quienes conocen de otras veces el ritual de la jaula. Con todo, Rosario mantenía el aplomo que a veces brota de la desesperación.
¿Era por eso, porque ya no esperaba nada de la vida, por lo que aquella mujer había aceptado aquel encargo? Con su disfraz de turista acaudalada, alojada en un camarote de primera, había cargado en su equipaje con la mercancía que ahora la sentaba en aquella silla y la ponía bajo la autoridad del inspector. Un puñado de kilos de cocaína de la buena, directamente recibida de Brasil, el nuevo y boyante centro distribuidor intercontinental, para ser repartida por los puertos donde tocaba el crucero que la llevaba a recorrer el Mediterráneo. Mala pata para ella que el eslabón anterior de la cadena estuviera vigilado.
El inspector le hizo la pregunta:
—Dígame. ¿No tiene usted nietos?
—Sí, ¿por? —La voz de la mujer sonaba extrañamente fría.
—Ese polvo era para fundirles el cerebro a chicos como ellos, que también tienen abuelos. ¿No se lo planteó nunca?
Rosario pensó entonces en sus nietos. Ese puñado de egoístas malcriados, dignos herederos de los dos haraganes que continuaban sangrándola, aunque ya solo podía repartir una escasa pensión de viudedad. Recordó cómo Jessi, la pequeña, se había limpiado de la cara el último beso que le había dado, después de apoderarse sin gratitud del huevo Kinder que le llevaba.
—Con mayor motivo —dijo, para desconcierto del inspector.
La esperaban ocho años de cárcel. Deseó que a ningún tontaina compasivo le diera por soltarla por su edad. Allí la pensión iba a cundirle más que en la calle. Y sería toda para ella.
- Un momento de integridad
Joaquín se echó hacia atrás en la silla y exhaló un largo suspiro. Llevaba tres horas revisando aquel informe, o mejor dicho revisándole el formato, la tipografía y demás aspectos accesorios del texto para darle una presentación más aparente. Porque en lo que se refería al contenido, bien poco podía aportar, y tampoco se esperaba que lo hiciera. El encargo que había recibido era bien claro: juntar doscientas páginas sobre el asunto en cuestión, con la única ayuda de un becario que era aun más ignorante que él en la materia objeto del estudio, y al que había puesto a cazar en Internet todo lo que pudiera servir para engrosar el tocho que debían entregar al día siguiente. Eso era lo verdaderamente importante. Su jefe se lo había explicado así:
—Doscientas páginas, encuadernadas en bonito, bien impresas, quince copias. Para el viernes sin falta. Y que todo suene muy técnico, muy documentado, con muchas estadísticas y cosas de ese estilo. Por lo demás, no te preocupes. Las conclusiones son las que ya te he pasado, y no hace falta que tengan nada que ver con lo que cuentes en el mamotreto. No se lo va a leer nadie, solo es para poderlo archivar y hacer el paripé.
El paripé, como lo llamaba su jefe, tenía precio. Y un buen precio, además. Nada menos que 165 000 euros, que era por lo que les había adjudicado el concurso la Consejería. En cuanto a lo que había detrás de esa decisión de transferirle a un particular semejante suma de dinero público, a cambio de algo que no tenía la menor entidad real, Joaquín albergaba alguna vaga sospecha, aunque no pensaba arriesgarse a hacer ninguna hipótesis. Su jefe tenía el carné del partido, y el proyecto que iban a respaldar suponía una operación de muchos millones de euros. Alguien estaba a punto de obtener una financiación buena, bonita y barata para algo, que en tiempos de crisis era como maná caído de cielo. Tan solo hacía falta adjuntar un informe.
Pero a él le tocaba hacerlo, y firmarlo, y de pronto tuvo un prurito. Aquello era demasiado descarado. En el borrador que le había pasado el becario había saltos escandalosos. Para mejorar la ligazón entre dos bloques redactó a toda prisa unos párrafos. Le faltaban un par de datos, y le puso al becario un comentario en el archivo del documento para que los completara. El comentario, que habría de recordar toda su vida, decía así:
Pablo, he metido aquí esto para que no cante tanto que todo esto es un recorta y pega de Internet. Rellena lo que falta.
Pablo cumplió el encargo. Lo que se le olvidó fue limpiar del archivo el comentario. Con tan mala fortuna, que meses después el asesor del partido de la oposición que revisó aquel informe, para rebatirlo, lo encontró y lo pasó a todos los periódicos. Así fue como Joaquín se incorporó a las listas del paro. Y todo, según el resumen que hizo su jefe mientras le daba la carta de despido, por un inoportuno momento de integridad.
- Al ladrón
Sara ya nunca iba a olvidarse de aquel examen. Y no porque lo llevara mal preparado, porque sacara una nota muy alta o muy baja, o porque fuera crucial en su carrera como estudiante. De hecho, lo hizo sin apuros, sacó un notable y todavía le quedaban muchos otros antes de enfrentarse a la vida adulta. Pero fue mientras estudiaba para aquel examen cuando vio por vez primera (y deseó que última) cómo mataban a un hombre.
La atrajeron a la ventana los gritos. Voces masculinas, que no entendía, pero que sonaban lo bastante airadas como para llamar la atención. Cuando se asomó, divisó a un hombre que llegaba a la carrera junto a un coche, le pareció que con intención de introducirse en él. Sin embargo, en lugar de hacerlo, se volvió y esgrimió dos cuchillos. Justo entonces llegaron otros hombres, los que lo perseguían. Al ver las armas en sus manos, retrocedieron, pero apenas unos segundos después algo impactó con contundencia en la cabeza del fugitivo y este cayó a tierra, doblando las rodillas y soltando los cuchillos en el mismo acto. Con ademán inseguro quiso comprobar el daño causado por el proyectil. No pudo. Inmediatamente lo alcanzaron otros y entonces Sara pudo distinguir que lo que le estaban arrojando eran adoquines de la obra cercana. El hombre apenas resistió un par de impactos más, antes de caer inconsciente. A partir de ahí, se desató sobre su cuerpo inerte una lluvia de patadas, mientras la sangre que manaba de su cabeza empezaba a regar el pavimento. Sara llamó a sus padres, para que avisaran a la policía. Su madre la apartó de la ventana, y en ese momento Sara sintió algo bastante contradictorio: el espectáculo era horrendo, iban a matar a aquel hombre, pero le costaba dejar de mirarlo.
Y en efecto, lo mataron. La policía llegó cuando ya no había nada que hacer. Detuvieron a los homicidas, o a algunos de ellos. Sara leyó que el protagonismo del linchamiento se atribuía a dos magrebíes; los que gritaban en aquel idioma que no entendía, dedujo. El hombre muerto había intentado dar un atraco en unos salones recreativos de los que ellos, y alguna otra gente con mal pronto, eran clientes habituales. Una mala idea, un mal sitio, un mal momento. Los periódicos decían que el difunto era un parado con dos hijos, una hipoteca y sin antecedentes.
Tampoco Juan podría nunca olvidar ese día. La imagen de aquel hombre, con un cuchillo en la mano, buscando nervioso a quien debía ocupar el mostrador de los dineros, es decir, a él, que en ese momento no estaba en su puesto porque había ido al servicio. No podría nunca borrar el instante en que, al percatarse de lo que el otro intentaba, había dado en gritar instintivamente aquellas dos palabras, desatando sobre el infeliz, que no había sabido conformarse a las penalidades del purgatorio, todos los rigores del infierno. Aquellas dos breves, fatídicas palabras, que Juan pronunció ese día por primera y última vez:
—Al ladrón.
- Historia de un cúter
Luisa releyó otra vez su informe. Aunque estaba razonablemente segura de lo que afirmaba en él, quería tener también la convicción de que había logrado expresarlo de la forma más precisa. Las palabras técnicas le daban ventaja frente al profano, pero al final tenía que mojarse. Conocía bien, al cabo de quince años de profesión, la mentalidad de quienes iban a leer su escrito. Y sabía, también, que lo que ella sostuviera, si lo hacía con la suficiente rotundidad, podía resultar determinante.
Aquello era rotundo, desde luego. Y lo que estaba en juego, ninguna minucia. Si firmaba aquel informe y lo elevaba a la autoridad judicial, era muy posible que un hombre que estaba en la cárcel saliera libre. Y que una mujer a la que se había tratado como víctima pasara a ser inculpada. Fue consciente de lo que eso suponía: el poder de trocar el destino de dos personas, que el azar había puesto en sus manos. Por haber estado de guardia la noche que aquella mujer se había presentado en comisaría. Por haber examinado sus lesiones y escuchado su insostenible y atolondrada historia. Que su exmarido le había hecho con un cúter aquellas rajitas tan superficiales, tan paralelas y tan pulcramente dibujadas. En medio de un forcejeo, nada menos. Luisa había visto alguna vez la clase de heridas que causaba ese útil en las circunstancias en que la supuesta víctima describía haberlas recibido. Erráticas, oblicuas, profundas. Frente a un filo así, la carne tiene la misma consistencia que la mantequilla.
Eso decía en su informe. Y que las heridas que presentaba la víctima (de cúter, sí) obedecían a un claro patrón autolesivo. Luisa hizo un esfuerzo para que esta parte, la que iba a hundir a la mentirosa, sonara lo más fría posible. Que no se le pudiera achacar el más mínimo rencor por cómo había intentado tomarle el pelo. A ella, una profesional curtida en mil batallas.
Un cúter. Merecía que le fundieran los plomos por ignorante, además de embustera. Luisa se la representó haciéndose las heridas frente al espejo, con cuidado de no apretar la cuchilla. Sin sospechar que con aquel utensilio estaba escribiendo sobre su piel su propia sentencia, y la absolución del otro.
El cúter. ¿Se habría deshecho de él? Había estado tentada de pedírselo, pero tampoco lo necesitaba para fundamentar su conclusión. Imaginó que lo tendría todavía en su casa. Que sería uno de esos con mango de plástico fosforito que venden en los chinos. Y que en aquel momento estaría en un bote junto a unos cuantos bolígrafos, rotuladores o lápices de colores.
Luisa, como se comprobaría tras la intervención del objeto por orden judicial, acertaba en las dos primeras suposiciones. No así en la tercera. Mientras ella remataba su informe, la falsa agredida tenía el cúter en la mano. Ayudaba a su hijo a recortar un payaso, para un trabajo del colé. No cabía duda: tratándose de cortes sinuosos, iba mucho mejor que las tijeras.
- El amor en el contenedor
Ya estaba. Ahora ya no iba a chulearle más. Ahora ya era suya por los siglos de los siglos, y amén. Porque estaba muerta, y porque era él quien le había arrancado la vida. No se merecía menos; el tamaño de la falta, no aceptar que su primer deber era cumplir la voluntad de su hombre, justificaba el castigo.
El engorro, pensó entonces, era que cuando se acaba con una persona queda siempre un residuo indeseable y molesto: el cadáver. Ella ya no era nada, pero allí permanecía, sobre el suelo, ese despojo de carne, huesos y sangre del que había que disponer de alguna forma. Por un momento, la ira le hirvió en las venas. Ella, su ingrata y al fin desechada Carmen, debería haberse volatilizado después de dejar de servirle; después de forzarlo a tomar la medida extrema de liquidarla. Pero no, ahí estaba su carcasa vacía, haciéndole sentir con esos ojos abiertos a la nada que incluso muerta iba a seguir dándole por saco.
Pues no; no iba a salirse con la suya. Sin cuerpo del delito no hay crimen. Sin cadáver no hay asesino, o eso decían siempre en las películas. Y también había visto en la tele lo de aquella chica de Sevilla, a la que habían tirado a la basura o al río, ya no se sabía, y que había desaparecido sin dejar rastro. Allí no había río, pero siempre hay un vertedero. Y lo que el monstruo de la basura se traga, ya no lo encuentra nadie. Él lo sabía, que había trabajado unos meses en una contrata de recogida de residuos. En teoría había que ir depositando los cargamentos en un polígono previamente señalado, donde luego podían rastrearse los desechos de cada día. En la práctica, cuando el conductor llegaba al vertedero, después de toda la noche rodando por ahí y volcando contenedores en las fauces del camión, estaba tan hasta las pelotas que descargaba donde le salía de ahí mismo.
Para descuartizarla empleó lo primero que tenía a mano. Al principio le costó un poco; nunca había troceado un cuerpo humano y eso siempre da alguna aprensión. Pero en cuanto se fue soltando, dio vía libre a su rabia. Le cortó un par de dedos y se los metió en la boca. Le rajó el tórax y le arrancó los pulmones. La dejó irreconocible, y fue todo un desahogo. Por todas las veces que ella se había hecho la lista. Como cuando le había insinuado que podía acabar como sus dos parejas anteriores, con una orden de alejamiento y a las malas en la cárcel.
Lo que no sabía ella era que él ya le había dado a cuchilladas una lección a otra sabihonda, y que no le iba a dejar la más mínima oportunidad de ponerle una denuncia. Cuando la tuvo metida en cuatro bolsas, y echó cada una en un contenedor diferente, respiró aliviado. Era una pena que el amor acabara así, en el contenedor. Pero no iba a arruinarse la vida por ella.
Todo se fue al carajo por la crisis. Por su culpa la gente rebuscaba ahora en la basura. Así encontraron tres de las bolsas, y de ahí dedujeron lo demás. La muy zorra lo había hecho. Aun después de muerta, se las había arreglado para joderle.
- El regusto del deber
X se despertó con las imágenes de la ceremonia de la víspera todavía en la retina. Había sido realmente emocionante. Todo aquel luto en la radiante tarde veraniega: los trajes y vestidos negros de las mujeres, las corbatas negras sobre las camisas blancas de los hombres. El contraste entre la luz y las sombras en su máxima intensidad. Las lágrimas que resbalaban por igual sobre las tiernas mejillas femeninas y sobre la aspereza de las masculinas. Las palabras que expresaban con resolución el hartazgo, la resistencia, el afán de prevalecer sobre la muerte.
Esa tarde, X no había tenido que hacer ningún discurso ni declaración, como otras. Se había limitado a estar, a ocupar su puesto, en las filas y en las fotos. Pero se sentía orgulloso de haber comparecido en la ceremonia. Había que estar allí.
Después de asearse y desayunar, X bajó a la calle para subir a su coche. Dos hombres flanqueaban el portal, un tercero le aguardaba junto a la puerta ya abierta del vehículo. En la acera de enfrente, X imaginó, sin verlo, el dispositivo de contravigilancia. Aquel despliegue revelaba hasta qué punto formaba él mismo parte de aquella contienda, y venía a atestiguar su posición en primera línea de combate. X respiró hondo y cubrió deprisa los pocos metros que separaban el portal de la calzada. Se deslizó en el interior del coche impoluto y blindado y se dejó caer en la superficie suave del asiento de cuero. La climatización y el delicado ambientador propiciaban una atmósfera agradable. Allí, X paladeó el regusto dulce que produce cumplir el deber.
Z despertó también ese día con el recuerdo de la ceremonia fúnebre de la víspera. Había sido terrible y dolorosa. Enviar bajo tierra en una caja a aquellos dos chavales, tan llenos de vida y de confiado futuro apenas unas horas atrás. Para Z había sido, desde luego, un honor portar a hombros uno de los féretros. Pero un honor trufado de impotencia, rabia y desesperación. Firme en su puesto, Z apenas había prestado atención a las palabras que se decían en el acto. Las palabras de siempre, ante la cara compungida de los de siempre, sobre el cadáver aún caliente de los de siempre. Para él, toda esa gente no estaba allí. No estaba en la hora solemne como tampoco estaba en el día a día, en la Intemperie del que tiene que salir a la calle con una diana pintada a la espalda, a ofrecer blanco sin protección. Había que soportar el paripé, pero él solo pensaba en los dos hombres que llevaban en los ataúdes. En el que alzó en peso cuando llegó el momento. En esos kilos que poco antes eran una vida.
Tras desayunar, Z se encaminó a su coche. Solo y cerrado junto a la acera. Sucio, porque con los acontecimientos de los últimos días no había habido tiempo de lavarlo. Resignado a la Inutilidad del acto, Z se echó a tierra y le miró los bajos. Cuando se levantó, vio la leyenda que una mano anónima había trazado sobre la mugre, acaso días atrás: Lávalo, aceituno, que no encoge. Ni se tomó la molestia de borrarla, pese al desdoro que podía suponer para un coche patrulla. Abrió la puerta y se metió en el ambiente ya recalentado del interior del vehículo. Y allí, solo y meditabundo, saboreó el regusto amargo del deber.
Ficha histórica del libro
Edad: Varios
Periodo: Varios
Acontecimiento: Sin determinar
Personaje: Sin determinar
Comentario de "Todo por amor"
Lorenzo Silva nos presenta en este libro 102 relatos que es una radiografía de la delincuencia española entre 2009 y 2016 relatados con la facilidad e inteligencia a la que nos tiene acostumbrados.
A lo largo de estos relatos, discurren no solamente criminales y asesinatos, sino también narcotraficantes, yihadistas, testaferros, estafadores, etc…. Vamos, un ramillete selecto de la sociedad española de los últimos años