El dux del fin del mundo
El dux del fin del mundo
Prólogo
Benévolo ha sido el destino con mi persona; si no siempre en su trato, sí al menos al permitirme ser partícipe de muchos de los acontecimientos más importantes que han sacudido esta castigada tierra durante las últimas décadas.
Tantos años después, tras haber sido guerrero, matón, esclavo, criador de caballos e incluso tabernero, al fin he encontrado la paz que perseguí ignorando que únicamente podría hallarla buscando en mi interior. Tantos años después, apoyado en el alféizar de mi ventana, veo como las primeras lluvias del invierno caen alegres sobre la tierra sedienta que celebra el fin del estío, mientras los niños corretean, ajenos al frío que comienza a soliviantar mis viejos huesos. Juegan risueños, despreocupados, y pienso con orgullo que el que a su temprana edad aún ignoren lo que es el miedo es, en parte, gracias a mí. Pronto se escucharán los gritos de sus madres, llamándolos para que regresen al hogar, cambien sus ropas empapadas por otras secas y se calienten alrededor del fuego. Y verlos felices y seguros calentará también mi corazón.
Mientras los observo, doy vueltas a algo que, después de tantos años, he logrado desentrañar. Al fin me he dado cuenta de qué es lo que mueve esta tierra; no únicamente Gallaecia, ni Lusitania, ni tan siquiera Hispania entera, sino toda la Oikumene, como dirían los antiguos griegos. Hubo un tiempo en que hubiera respondido, sin dudarlo, que esa mágica palanca no era otra que el acero: una espada bien equilibrada y un brazo fuerte con el que blandirla. Pero ahora sé que me equivocaba. Un buen acero siempre es necesario, pero lo realmente importante son los motivos que te empujan a esgrimirlo: las ideas, los sentimientos; el amor y la amistad. Si en algún momento Marco escuchara de mí estas palabras, pensaría que al fin me he convertido a su credo… No a aquel que durante años he visto cómo manipulan los poderosos en su propio beneficio, sino el del mísero carpintero de Judea que fue crucificado por los suyos como si se tratara de un vulgar ladrón. Tampoco eso es cierto, pero supongo que esto es lo que sucede cuando duermes con alguien que piensa así, y lo que es más importante, actúa así. Nunca he renegado de las creencias de mi pueblo —mis creencias—, pero al fin, tantos años después, hasta mis cansados huesos claman por la paz. Paz para todos: hispanos, godos, suevos, britanos…, para todos, incluso para mí.
Mucho he vivido ya, y sé que mi final se encuentra cercano. Con casi setenta largos inviernos sobre mis cada vez más encorvadas espaldas, atrás quedaron los días de miseria y de gloria, de victoria y de derrota. Tan solo yo y unos pocos los recordamos ya, y sé que cuando me siento por las tardes alrededor del fuego con esos mismos mozalbetes que ahora se mojan con las primeras gotas de lluvia y les relato con pasión lo que estos viejos ojos han contemplado, me escuchan impresionados, como se atiende al narrador de cuentos que desgrana una buena historia, pero sin apenas llegar a creer un ápice de mis palabras. Marco dice que nuestra historia no morirá con nosotros, que lo que se escribe perdura. Sin embargo, yo siempre he creído que lo que queda en los corazones es lo único que permanece.
Pero mi vieja cabeza no me deja centrarme… Hubo un tiempo en que lucía una rebelde mata de cabello pajizo, de la que solo queda ya el recuerdo y un desmadejado cabello blanco que acierto a recogerme en una coleta en las ocasiones especiales. Estaba hablando del amor y de la amistad, y he de reconocer que en ambos he sido afortunado en esta vida. Aunque también he sufrido grandes desilusiones, cierto es que siempre he podido salir adelante de cada una de ellas; y si bien en un principio me gustara creer que se debía únicamente a mi propia fortaleza, hoy me doy cuenta de que mucho han tenido que ver aquellos que se encontraban en ese entonces a mi lado.
Muchos han partido ya, pero aún tengo la suerte de disfrutar de la compañía de unos pocos, y es por ellos por los que debo hacer un último esfuerzo para recordar y resistir. No los decepcionaré, aunque cada vez se me hace más difícil levantarme por las mañanas, a pesar de que mi vejiga apenas me deje pegar ojo por las noches, a pesar de que mi garganta se reseca de tanto hablar. Pero Marco todavía toma notas sobre mi historia, o mejor dicho, sobre nuestra historia, y le he prometido que no me dejaré vencer por la oscuridad hasta que esta haya finalizado, o al menos hasta que haya llegado al mismo día de hoy. Será lo mejor: estoy demasiado cansado para continuar, y aunque nunca pensé que llegaría este momento, siento que en mi vida ya está todo hecho. Ahora tan solo quiero llegar a la noche y descansar tranquilo hasta cada nuevo amanecer, hasta que llegue aquel en que el sol se levante sobre el horizonte, pero mis ojos no puedan ya contemplarlo.
Por venir están los días en los que me reencuentre con tantos viejos amigos que han dejado huellas indelebles en mi corazón. Algunos me esperan desde hace muchos años, y otros hace tan solo unos pocos, pero sé que todos aguardan con paciencia a que al fin Attax, el alano, reclame su lugar entre ellos y vuelva a cabalgar a su lado.
I
Un frío gélido continuaba dominando las noches en la llanura desolada de Coviacum. Pocos lugares he visitado a lo largo de mi dilatada vida con los que irremediablemente asocie, casi como primera impresión, esa sensación de frío pertinaz que apenas daba tregua a nuestros ateridos huesos.
Nos encontrábamos en el mes de mayo, y ya el astro rey debería haber empezado a calentar el suelo para que las tierras de cultivo de los hispanos pudieran dar más tarde sus preciosos frutos. Pero aunque por el día el sol comenzaba, tímidamente, a hacerse notar, por las noches la temperatura descendía hasta volver a hacernos temblar. A la caída de la tarde, los lugareños se hacinaban en sus casas, tratando de retener el calor desprendido por la lumbre.
Pero mucho me temo que la reflexiva quietud que se respiraba entonces no se debía tan solo al intenso frío: días después de la cruenta lucha que se había desarrollado junto a la muralla de Coviacum, y aunque ya los cadáveres de los vencedores y los vencidos habían sido retirados por uno y otro bando, el recuerdo del duro combate pesaba como una losa sobre nuestras cabezas. Yo mismo, veterano de tantas batallas, sentía erizarse el vello de mis brazos al recorrer los solitarios muros después de la puesta de sol. Allí, a la sombra de los vivos, las almas de los difuntos debían de caminar aún, buscando el lugar por donde escapar de este mundo y dirigirse al más allá, muchas de ellas sin saber por qué debían abandonar aquella tierra, y otras, la mayoría, aferrándose a una última imagen que llevarse de los suyos, de los que permanecerían mientras ellos se convertían, poco a poco, en meros recuerdos. Ni siquiera el tacto metálico de mi espada, tan útil en otras ocasiones, era capaz de tranquilizarme en esos momentos. No era de extrañar, pues de nada serviría el acero contra lo que me rodeaba, entre las almas de los guerreros muertos que todavía deambulaban allí donde sus días habían terminado, desconsolados al ver como las fogatas de la vida prendían de nuevo en el interior de los muros.
Wulfila sanó. No fue fácil ni rápido, pero con los cuidados de Vera y las atenciones de todos nosotros, unidos a su propia fuerza de voluntad, el godo fue mejorando de los fuertes dolores que lo aquejaban, aunque todavía pasarían varias lunas hasta que pudiera aferrar de nuevo el escudo que le había salvado la vida. Poco a poco nuestras heridas también se fueron curando —más rápidamente las de nuestros cuerpos que las de nuestras almas—, pero aunque pareciera que tras la batalla habíamos pasado lo peor, también fue duro sobreponerse a la tensa convivencia de los días siguientes.
Dos jornadas después de la batalla, Salla, con buen criterio, dispuso la partida de la mayoría de los guerreros godos supervivientes —algo menos de dos centenares—, y los envió hacia el este bajo el mando de uno de los hombres de confianza del difunto Segismund, en busca del camino que su rey había emprendido de regreso a la Galia. Gracias a la intercesión de Marco, él mismo y el puñado de fieles que quedaban con él obtuvieron permiso para mantenerse acampados en las afueras del poblado hasta que dieran sepultura a los cadáveres de los suyos y los heridos más graves tuvieran tiempo de mejorar; luego seguirían los pasos de los restos de su desarbolado ejército en dirección a Tolosa.
Creo que el propio Salla también debió de sentirse aliviado con su partida, y no solo los habitantes del castro. Entre los que partieron, no todos habían entendido las órdenes de su joven líder, que habían puesto fin a la batalla justo después de que el inmenso ariete hubiera logrado por fin reducir a astillas el portón; aunque la perspectiva que les aguardase en el interior, con los guerreros del castro dispuestos a vender cara su piel en la defensa de la barricada llameante y los habitantes del mismo arrojando toda suerte de objetos desde lo alto de la muralla, no fuese precisamente un camino de rosas.
Tras los largos días de asedio y un primer ataque infructuoso, cuando por fin el portón había caído y lo más cruento de la batalla tenía lugar en el estrecho pasillo que habíamos preparado detrás, Salla detuvo el combate al ver que el espacio en el que habían chocado atacantes y defensores se había convertido ya en un charco sangriento atestado de los cadáveres de los suyos. Desde mi punto de vista, fue una decisión inteligente: más allá del impacto que supuso que nosotros, sus amigos, nos encontráramos entre sus adversarios, sus hombres habían quedado confinados en una posición muy comprometida a merced de los defensores. Como el joven nos confesó más tarde, él se había opuesto desde el principio a continuar con el asedio, pues las altas murallas prometían elevadas pérdidas sin que la perspectiva de botín compensara el riesgo; pero no estuvo en sus manos tomar decisiones definitivas hasta que el destino —o más bien nuestras armas— hizo que los dos cabecillas de la tropa goda dejaran sus vidas sobre la muralla.
Finalmente, del alrededor de un millar de duros guerreros godos que iniciaron el asalto, en el momento de la rendición quedaban en pie menos de dos centenares; me maravillaba cada vez que pensaba que no solo les habíamos hecho frente, sino que habíamos sido capaces de causar semejante matanza. Incluso en ese momento seguían siendo más hombres que los que nosotros podíamos oponerles, pero a nosotros nos apoyaban los civiles del poblado, y además la inercia del combate nos era propicia. Una vez que lograron reducir el portón a escombros a golpes de ariete, los godos comenzaron a atravesar a duras penas la barricada que había detrás, pero quedaron allí inmovilizados, sin poder hacer valer su ventaja numérica frente a los mejores hombres que nos quedaban, que aguantaban en férrea formación, conscientes de que la vida de los suyos dependía de que se mantuvieran firmes. Y eso fue lo que hicieron, mientras sus compañeros, apoyados por los civiles, bien posicionados en la muralla sobre el portón, golpeaban sin piedad a los godos que trataban de cruzar la barricada con cualquier cosa que tuvieran a mano, provocando un muerto tras otro.
Yo, por mi parte, entendía la decisión del joven, pero los gestos agrios, airados, de algunos de los guerreros godos los días posteriores a la batalla denotaban que muchos de ellos habrían preferido continuar la lucha, costara lo que costara, y tratar al menos de vengar la afrenta a la que se habían visto sometidos: ser rechazados por un puñado de labriegos hispanos.
La batalla que narro tuvo lugar en las murallas de un antiguo castro —ese es el nombre que le daban sus habitantes al poblado— conocido como Coviacum. Allí, los defensores, la mayoría hispanos de las aldeas vecinas que se habían reunido para cobijarse tras los muros de la fortificación, entre los que nos encontrábamos nosotros después de abandonar el ejército godo y huir del brutal saqueo al que este había sometido a la cercana ciudad de Asturica Augusta, habíamos repelido una y otra vez a los atacantes, un enorme contingente de godos que se entretenía en saquear la comarca vecina en busca de botín durante el camino de regreso a sus hogares, allá en la Galia.
Teníamos todas las de perder: contábamos con menos hombres que el enemigo y, por descontado, muy pocos de ellos eran guerreros veteranos, como los que rugían al otro lado de la muralla. Pero finalmente nos habíamos impuesto sobre los atacantes. Nos costó la sangre de todos nosotros; no solo la de los improvisados guerreros del castro, entre ellos su líder Lucio, sino también la de cada uno de los ancianos, niños y mujeres de Coviacum que, conscientes de que no habría piedad para ellos una vez que las defensas fueran desarboladas, vencieron sus miedos y lucharon con uñas y dientes por cada palmo de terreno, su terreno.
Marco, Galieno, Issa y yo mismo, e incluso las mujeres que nos acompañaban, habíamos participado en la lucha. Es más, tras la muerte de Lucio, los habitantes del castro habían confiado en Marco para que asumiese el mando de la defensa. Pero el combate, a pesar de resultar propicio, había terminado marcando a fuego una sombra indeleble en nuestros corazones. Durante el mismo perdimos a Galieno, el valiente y jovial Galieno, y con él murió una parte de cada uno de nosotros. Conocía al chico desde que era un mocoso, y me acompañaba desde que era un muchacho, desde que abandonáramos la finca en llamas en la que había crecido, al igual que su amigo Marco, que, con el semblante demudado por el dolor, y tratando de disimular las lágrimas, se encontraba a mi lado mientras lo enterrábamos.
Galieno luchó como un valiente. Rápido, fuerte, ágil, osado y generoso, muchos guerreros godos habían perecido bajo el empuje de su espada. Pero quiso el destino que fuera a encontrar la muerte a manos del cabecilla godo que lideraba el ataque. Liuva, el gardingo. Maldito sea por siempre su nombre y el de los suyos.
Él tampoco salió bien parado, pues cayó sobre aquella misma muralla que trataba de tomar por la fuerza. Mientras yo luchaba con denuedo en el otro extremo del recinto, mis muchachos al final habían logrado acabar con él. Galieno, antes de sufrir el golpe que segó su vida, lo había herido en una pierna; y tras él, Marco e Issa habían terminado el trabajo. A la vez que una certera flecha del britano se clavaba en la espalda del godo, la afilada hoja del hispano encontraba el hueco para hincarse con violencia en el pecho de su rival.
Aunque a regañadientes, al final tuve que rendirme ante la insistencia de Marco, y el entierro del cuerpo de Galieno, allí bajo la fría tierra de Coviacum, fue oficiado por un sacerdote cristiano. Por otra parte era lógico, porque desde pequeño Galieno había profesado su fe, aunque luego disfrutara sobremanera en el campo de batalla y en el campo del amor tanto como cualquier bárbaro pagano. Lucila, nuestra anfitriona y la dirigente del poblado tras la muerte de su hermano en la batalla, asistió al funeral acompañada de uno de los dos sacerdotes del lugar. El tipo, bajito y un poco metido en carnes, estuvo departiendo largo rato sobre su credo, utilizando enrevesados y absurdos juegos de palabras que yo no entendía; y por las caras de muchos de los presentes, creo que no era el único. Así que, tras escuchar las primeras palabras del sacerdote, me limité a dejar volar mi mente en silencio, con los ojos cerrados y sin soltar la empuñadura de mi espada, despidiéndome a mi manera.
Al funeral asistimos sus amigos: Issa, su pareja hispana, Vera, y tras ellos las últimas incorporaciones a nuestro peculiar y heterogéneo grupo: Sunna, una bella mujer de semblante grave y origen vándalo a la que habíamos rescatado de la casa del obispo de Asturica, y firmemente asido a su mano un pequeño sinvergüenza al que le había prometido, en un impulso, que lo protegería durante la batalla y que no se separaba de nosotros desde entonces, tras quedar huérfano en la contienda. También estuvieron los que habían luchado a nuestro lado, encabezados por el veterano Arcadio y su inseparable Linto, e incluso algunos de los que aquellos días habían luchado contra nosotros. Fue una escena extraña, pero no en vano eran también sus amigos, aunque el destino hubiera dispuesto que tuviéramos que enfrentarnos de tan cruel manera. Marco rezando con los párpados fuertemente apretados, yo aferrado a mi espada, Issa mirando al sacerdote con el ceño ligeramente fruncido, como si su incansable verborrea molestara a su reflexión; las lágrimas de Vera, la palidez de Sunna, y Arcadio y Linto escrutando con ojos furiosos a los godos, atentos a cada uno de sus movimientos… Salla, vestido elegantemente con una enorme capa negra y desarmado, cruzó el poblado seguido del gigantesco Ibbas y del fiel Witiza para apoyarnos en esos duros momentos. Nada más llegar, y ante las frías miradas de muchos de los hispanos que se encontraban cerca de nosotros, el joven godo nos abrazó fuertemente uno a uno, y por último, antes de regresar a donde lo esperaban los suyos, se dirigió a la tosca estela bajo la que descansaría para siempre el cuerpo de Galieno y, de rodillas, extrajo del interior de su capa con solemne lentitud una pequeña cruz ribeteada de hueso que llevó primero a sus labios y después introdujo suavemente en la tierra antes de levantarse y hacer con sus manos la señal de la cruz. Salla también era seguidor de Cristo, no debía olvidarlo, aunque, como el resto de su pueblo, de la rama arriana, así que era tenido por los cristianos hispanos como un hereje digno del peor de los tormentos. Amor fraternal lo llaman…
Pero, de alguna manera, aquel sencillo entierro en el que nos reunimos amigos y enemigos, paganos y cristianos, entristecidos todos por la misma pena, me permitió intuir que existe algo más importante que las ideas, los rencores e incluso los dioses, algo que puede llegar a unirnos a todos los hombres, aunque sea por un efímero instante que, rota la magia, pronto se desvanece.
Yo, aferrado a la empuñadura de mi acero, me repetía a mí mismo que, si bien Galieno había partido, me esperaría allá donde Anderico y tantos otros ya me aguardaban desde hacía años y se divertiría con ellos hasta que me llegara el momento de ir a su encuentro para disfrutar de la eternidad juntos. Pero ese momento debía esperar, pues a mí aún me quedaba mucho que hacer en aquella Hispania convulsa en la que me había tocado nacer, y por la que sentía que todavía merecía la pena luchar.
Una semana después de la última batalla, antes del amanecer ya me encontraba en la muralla esperando el sagrado momento en que el sol apareciera por el oriente e iluminara mi rostro, cuando llegó a mi lado Arcadio, moqueando ostensiblemente.
—Tienes que convencer al chico para que se quede, alano —me espetó, a modo de saludo.
Giré lentamente el cuello y lo miré, alzando una ceja.
—Pensé que odiabas todo lo que proviniera de los godos, amigo, pero si insistes hablaré con Salla.
—Maldito idiota, eso no ha tenido ni pizca de gracia. ¡Hablo de Marco! Tiene que quedarse y ocupar el lugar de Lucio —me dijo mientras apoyaba su espalda en la fría piedra, soltando un nuevo reniego al notar la humedad.
—Eso tendrás que decírselo a él, Arcadio —respondí con seriedad, consciente de que tal cosa nunca ocurriría.
El tío de Marco le había hecho prometerle, cuando partimos de su casa de Lucus, que volvería una vez acabada la campaña, ya saciada la sed de venganza del joven, para atender los negocios familiares y ocupar su lugar en la sociedad lucense. Yo, por mi parte, le había prometido a Cayo que protegería a su sobrino hasta llevarlo sano y salvo de vuelta, y también tenía mis propios motivos para querer regresar a la ciudad —entre ellos Aspasia, mi bella hispana, a la que nunca pensé que extrañaría tanto y con la que pretendía tener unos cuantos mocosos antes de que fuera demasiado tarde… si es que no lo era ya—, por lo que era el primer interesado en retomar la antigua calzada hasta nuestro hogar. Un hogar. Cuando lo pensaba, se me hacía extraño que, tras tantos años de deambular sin rumbo por media Hispania, por fin pudiera referirme a algún lugar como mi casa.
Arcadio interrumpió bruscamente mis pensamientos.
—Lucila no se lo quiere decir, pues no desea comprometerlo. Pero nos hace falta un líder después de la muerte de Lucio.
—Lucila tiene suficientes arrestos para dirigir esto ella solita —repuse, plenamente convencido después de haber conocido el temperamento de la mujer.
—No me hagas reír, alano. Claro que los tiene, pero entonces los ancianos la obligarán a desposarse y será a su esposo al que escuchen. Por favor…
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Ficha histórica del libro
Edad: Antigua
Periodo: Reino Visigodo
Acontecimiento: Invasiones germánicas
Personaje: Sin determinar
Comentario de "El dux del fin del mundo"