La corona maldita
La corona maldita
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… No sólo es gobernar los estados, sino gobernarlos bien y según Dios.
Carta del rey Felipe V a su hijo don Carlos al ser investido duque de Toscana
El Escorial, 27 de julio de 1720
Es posible que la melancolía tenga cabida en un reino y, más aún, ¿que pueda llegar a inundarlo?
Inundado de melancolía también, el corazón de Felipe, el primer Borbón de España, se resistía a seguir latiendo aprisionado en un cuerpo de rey que quería dejar de serlo. Se ahogaba en el oro de la corona bajo la que se escondían las terribles zonas oscuras de su existencia.
Corazón melancólico y alma oscura se alían mal en un trono.
Aquella deshabitada tarde de verano, Felipe V, agotado de soportar el peso de su reinado, se hacía muchas preguntas cuyas respuestas vagaban revueltas por la estancia en busca de un incierto lugar donde asentarse.
¿El sentido de la vida supone respetar el destino escrito? ¿Y si ese destino no hiciera feliz al hombre para el que más bien sería una carga? ¿Debería, en ese caso, acatarlo sin pretender cambiar un solo renglón?
Acatarlo… ¿aunque supusiera morir sin estar muerto?
El juego de la verdad y la mentira, como todo en la vida, tiene sus consecuencias cuando las cartas están cambiadas y se inclinan más hacia el lado incorrecto: la mentira. ¿Puede un hombre engañarse a sí mismo y admitir una realidad que le mantiene encadenado el espíritu? ¿Era posible, para Felipe, hacer de la mentira virtud con tal de cumplir con el sentido del deber asignado desde Versalles nada menos que por el poderoso monarca conocido como Rey Sol, su abuelo? Ese rey que de una forma absolutista gobernaba a sus súbditos e imponía a su nieto que hiciera lo mismo en el país vecino.
Desde hacía mucho tiempo, a Felipe le asaltaba una duda de la que dependía poner o no en valor su cometido, el de reinar, aquello que tanto le pesaba pero que parecía tan necesario: hasta cuándo se perpetuaría su linaje en este país que gobernaba; al fin y al cabo él era un intruso, un extranjero cargado de privilegios. ¿La dinastía que él había traído a España obligado se prolongaría lo suficiente en el tiempo para que algún día hubiera un Borbón que reinara como Felipe VI?
Observaba las paredes de aquel palacio diseñado y decorado por los Habsburgo hasta que llegó él como avanzadilla de los Borbones, e intentaba vislumbrar un futuro en el que un Felipe VI gobernara los destinos de España respetando los principios de la dinastía borbónica a la que representaría —en caso de que algún día existiera ese tal Felipe VI—. Pero eso era el futuro, tal vez lejano, tal vez incierto… Ahora, veinte años después de acceder al trono español, lo que importaba era la decisión tan largamente meditada que estaba a punto de ejecutar. Una decisión que iba a sorprender a medio mundo.
Felipe V, hijo del Gran Delfín de Francia, Luis XV, y nieto del Rey Sol, Luis XIV, que accedió al trono por decisión testamentaria del último Austria reinante en España, Carlos II, el Hechizado, se encontraba en una cámara privada de un palacio que nunca le había gustado, en El Escorial, con la única compañía de su segunda y amada esposa, Isabel de Farnesio, italiana originaria de Parma. Estaban a punto de firmar un voto secreto de abdicación.
Abdicar… Renunciar… Y no pensar en nada más.
La decisión la habían tomado a principios de año. Ambos se miraron largamente y respiraron hondo.
En los alrededores de palacio el calor era sofocante. Felipe contemplaba los impecables parterres desde la ventana, pero lo que en verdad veían sus ojos eran los recargados y fastuosos jardines versallescos que no había podido sacar de su memoria en los veinte años que llevaba reinando en un país para él extraño. Notaba en sus huesos el helor de aquel brumoso y frío 16 de noviembre de 1700 en el que, siendo duque de Anjou, su abuelo lo presentó, en su aposento real del palacio de Versalles, ante un nutrido grupo de cortesanos diciendo: «Señores, he aquí al rey de España». Le vinieron a la memoria de aquel día la lluvia y la neblina del exterior empañando, a la vez que los cristales, su alma adolescente. Aún creía estar viendo la cara de su abuelo cuando se dirigió a él para añadir: «Sed buen español. Éste es tu primer deber; pero acuérdate de que has nacido francés para mantener la unión entre ambas naciones, como medio de hacerlas felices y de conservar la paz de Europa».
Aquel barroco salón del palacio de Versalles en el que su abuelo le comunicó su destino le pareció desmoralizadoramente inmenso. Tenía dieciséis años. Poca vida y mucho miedo.
Él, entonces un joven retraído y serio, representaba un cambio de dinastía en uno de los mayores imperios del mundo. No fue fácil. Se esforzó por respetar las rígidas costumbres heredadas de los Austria, tan arraigadas en España. Ahora recordaba que la primera vez que se presentó ante la corte lo hizo vestido a la manera española: de negro riguroso y luciendo en el cuello la tradicional golilla blanca que tan incómoda le resultaba. Como incómodo le hacían sentir los enanos y bufones de la corte que habían divertido, ¡y de qué manera!, a los anteriores reyes y que no se atrevió a despedir. Sin duda se esforzó por respetar el escenario de su reino. Aunque con lo que no pudo tragar fue con los autos de fe de la Inquisición. Con motivo de su llegada a Madrid se había organizado uno por todo lo alto, en el que iban a quemar a tres herejes. Aquello fue demasiado. Se negó a asistir.
El cambio tan radical de vida iba haciendo mella en su carácter, agravado por la lejanía de su familia y por las lúgubres y vetustas estancias del Alcázar donde vivía parte del tiempo. Fue entonces cuando la tristeza empezó a apoderarse del alma de aquel muchacho criado entre hábitos más desenvueltos, menos estrictos y más entregados al placer que a la tortura.
Ahora, veinte años después, pluma en ristre, el rey tomó con la endeble firmeza de un enfermo la mano de la reina y la apretó antes de estampar su firma con la otra en el documento con el que pretendía cambiar el curso de la historia. Y también el de su propia vida.
Como en una danza equilibrista en la que ambos se asían mutuamente y con firmeza para evitar la caída en el vacío. Así se sentían de unidos y de solos ante los posibles peligros que pudieran acecharles en aquel trascendente momento tan deseado por Felipe y tan temido por Isabel.
Asidos, amarrados el uno al otro, para evitar la caída en el vacío. El vacío de la melancolía.
Nosotros nos hemos prometido, el uno al otro, dejar la corona y retirarnos del mundo para pensar únicamente en nuestra salvación, infaliblemente antes de Todos los Santos del año 1723, a más tardar.
Después firmó también Isabel, tras lo cual se fundieron en un apasionado beso.
Al separarse, la voluminosa falda de la reina rozó accidentalmente el tintero rojo, que cayó al suelo esparciendo la tinta como se extiende una mancha de sangre, en la que la mirada del rey quedó extrañamente atrapada.
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Ficha histórica del libro
Edad: Moderna
Periodo: Borbones
Acontecimiento: Varios
Personaje: Felipe V
Comentario de "La corona maldita"
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